El español tiene la costumbre de votar al menos una vez cada cuatro años. La pregunta es para qué. A poco que analicemos el modus operandi de los partidos políticos, caeremos en la cuenta de que están compuestos por personas en las que prima la voluntad de poder en detrimento de los intereses de los ciudadanos o de convicciones ideológicas. Y según convenga a sus intereses, aplican una estrategia u otra.

Quienes votan siempre al mismo partido quizá estén por encima (o por debajo) de estas tesituras, pero quienes pretendemos votar programas en vez de siglas contemplamos atónicos cómo el partido con el que sintonizamos algo en marzo o abril es otro partido muy diferente en el momento de comernos las uvas. En siete u ocho meses a los políticos les da tiempo a decir una cosa y la contraria... tantas veces como sea necesario. Raro es el mandatario que se libra de la criba de la hemeroteca.

Así que cuando decimos que el país está polarizado, nos referimos a los ciudadanos, que seguimos moviéndonos por etiquetas como izquierdas o derechas para orientarnos, aunque sea a duras penas. Pero si hay alguien que vive al margen de esa polarización son los propios políticos, quienes, al contrario de lo que ocurre en el fútbol, acostumbran a cambiar de camiseta sin necesidad de cambiar de club.

Y la opción de votar no «a favor de» sino «en contra de» ya no sirve, pues a estas alturas querrías castigar no a un partido político sino a todos.

En los últimos años hemos evolucionado positivamente en muchos terrenos, no así en política, que sigue siendo nuestra asignatura pendiente. Con bipartidismo o sin él, con mayorías absolutas o sin ellas, con gobiernos de derechas o de izquierdas, con la vieja o la nueva política, esto no tiene remedio.

Ese tren extremeño que se avería una y otra vez y deja a sus pasajeros a la intemperie supone una metáfora de lo que es la política en España.

* Escritor