El pasado 14 de octubre Pablo Iglesias llenó hasta el último recoveco del Centro Cultural Alcazaba de Mérida, convertido por unas horas en un barómetro para medir la capacidad de movilización social que tiene la formación política. Podemos tiene claro que no puede acabar pareciéndose a los viejos partidos, sino que tiene que seguir siendo una herramienta de transformación social en manos de la gente. Este énfasis en la democracia directa, y en la necesidad apremiante de transformar unas instituciones concebidas más para legitimar el statu quo que para cambiar las cosas, es el mayor atractivo de la nueva política, que lucha por superar sus múltiples contradicciones.

Por otro lado, Javier Fernández, presidente de la Gestora del PSOE, ha marcado distancias con la democracia radical, señalando la inutilidad de una política plebiscitaria que se mueve en una disyuntiva maniquea y simplificadora de la realidad: arriba, abajo; pueblo, casta. Esta lógica obstaculizaría una deliberación racional que permita solucionar los conflictos colectivos. Los gestores del PSOE deberían explicarnos qué tipo de racionalidad sustenta una abstención táctica ante un partido sospechoso de corrupción y causante de un gran sufrimiento social. Pero, en cualquier caso, la cuestión de fondo es: ¿está preparada la gente --y la militancia-- para tomar decisiones o es más bien un sujeto pasivo de manipulación política? La cuestión es compleja y tiene difícil solución. Ante el desafío que representa la democracia directa, el PSOE ha reaccionado de la misma forma que Ortega y Gasset en La rebelión de las masas: teme dejar el control en manos de la gente, concebida como una masa informe de individuos irracionales y, por tanto, manipulables.

La Constitución de 1978 desconfía de la capacidad del pueblo para la toma de decisiones, en parte por el uso que el franquismo hizo del plebiscito. De ahí que prohíba el mandato imperativo y que reduzca el referéndum y la iniciativa legislativa popular a la mínima expresión. Por ello, los diagnósticos que ha hecho Podemos de los déficits democráticos de la política española son acertados y explican por qué hemos llegado a la crisis institucional actual. Ahora bien, si es verdad que necesitamos más y mejor democracia para evitar las injusticias sociales y la corrupción, también lo es que necesitamos ciudadanos críticos, capaces de pensar por sí mismos. Es necesario entender, como hizo Sócrates en la primera democracia asamblearia de la historia, que el valor de una idea no depende del liderazgo de quien la formula, ni tampoco del número de personas que la apoyan. El valor de una opinión debe sostenerse en la fuerza de la lógica, en la conciencia clara y distinta no sólo de que es verdadera sino también de por qué sus alternativas son falsas. Si todo esto es cierto, Podemos debería hacer una crítica que aún no ha hecho: ¿Qué necesidad hay de convertir la política en un espectáculo de masas? La nueva política, al igual que la vieja, basa su fuerza persuasiva en la mercadotecnia, en la creación de símbolos y proclamas calcados del lenguaje publicitario: los saludos, el merchandising, los mítines con aplausos que parecen enlatados, la escenografía. Como afirmó Erich Fromm, la propaganda de la política de masas no está dirigida a la razón sino a la emoción. Como todas las formas de sugestión hipnótica, pretende someter intelectualmente al individuo, ya sea mediante la misma repetición de un eslogan o a través del influjo de una imagen de prestigio.

En definitiva, necesitamos más y mejor democracia. Asumir eso supone entender también que la democracia necesita de individuos que se le opongan, es decir, que sean capaces de defender la razón frente a la barbarie, colocándose a sí mismos frente a la mayoría representada en una asamblea o encarnada en las instituciones del Estado. No olvidemos que, al bueno de Sócrates, esta gesta heroica le costó la vida.