Somos testigos de una época que termina, del final de un ciclo caracterizado por el exceso de permisividad, lo que ha provocado una crisis que ha puesto en entredicho algunos de los pilares básicos sobre los que se asienta el capitalismo. Y es que cuando la tempestad arrecia, hasta los paladines más renombrados del liberalismo, se olvidan de la teoría del libre mercado y emprenden un viaje en solitario hacia los cuarteles de invierno del proteccionismo, donde invocan la defensa de los intereses autárquicos del Estado-nación, de su sistema financiero, de la estabilidad de sus industrias y del consumo de productos autóctonos.

En un panorama caracterizado por la destrucción masiva de empleo y el cierre indiscriminado de empresas, los beneficios millonarios de las principales entidades financieras son un escándalo al que no terminan de acostumbrarse los ojos, y más cuando están recibiendo ingentes inyecciones de capital público; pero cuando, desde las instancias administrativas, se les insta a que arrimen el hombro para ayudar a las pequeñas y medianas empresas, el sistema financiero se refugia tras la quitina de un hermetismo precavido y cicatero, desde el que hace gala de una habitual falta de generosidad, manteniendo cerrado el grifo de la financiación, negándose incluso a pasarle, a la economía productiva, un porcentaje de los flujos que el Estado les ha suministrado, contribuyendo con ello a crear un agravio comparativo y a estrangular el mínimo atisbo de recuperación posible.

XES CIERTO QUEx los bancos han cambiado su metodología a lo largo de los últimos tiempos, que tradicionalmente se dedicaron a invertir o a prestar los fondos que los ahorradores habían depositado en sus manos; pero cuando el país empezó a gastar y a endeudarse por encima de sus posibilidades, fue necesario recurrir al exterior en demanda de crédito. El problema está ahora en que esos recursos hay que devolverlos, lo que les obliga a aprovisionarse, a hacer caja, endureciendo los requisitos para la concesión de préstamos a la financiación; y como cualquier negocio privado, antepone su salvación y la defensa de sus intereses a cualquier otra consideración.

Los banqueros no actuaron con prudencia en los años expansivos, cuando se dedicaron a conceder préstamos alegremente, empujando a la gente al consumo, al gasto y al despilfarro, permitiendo que la economía familiar se hipotecara hasta extremos jamás vistos, pero todo lo que era bueno para el negocio estaba permitido, y cuando ahora llegan los tiempos de austeridad y las empresas necesitan de un apoyo real para seguir subsistiendo, se niegan a asumir riesgos, temerosos de terminar devorados por la ola de la morosidad.

Si la banca, a pesar de sus buenos resultados, decide seguir dándole la espalda a la economía real, el Gobierno no tendrá más remedio que jugar también sus bazas, aplicando una serie de medidas como: reducir la remuneración de los altos ejecutivos de los bancos que reciban ayuda pública, exigirles un mayor aprovisionamiento de capital, obligarles a rebajar la valoración de los activos inmobiliarios, terminar con algunas de las regalías que disfrutan; porque a pesar de que se haya hablado de nacionalizaciones, nunca se ha pretendido arrancar de las manos privadas el control de estas entidades, se trata más bien de hacerles ver el camino que les espera si no actúan con honestidad.

Pero no sólo es la falta de financiación el problema al que se enfrentan las pequeñas y medianas empresas, también contribuyen a su deterioro los impagos provenientes de las administraciones locales y regionales, incapaces de hacer frente a las deudas que tienen contraídas con ellas. Para remediar esta situación, el Gobierno va a duplicar los fondos destinados a los municipios.

El capitalismo se basa en el principio de no ingerencia de los poderes públicos en la economía, ya que ésta se regula por sí misma. Este modo de proceder ha dejado al individuo inerme ante la codicia de los especuladores, lo que nos ha llevado al borde del abismo. Pero aun así, lo único que se ha oído en contra de esta teoría fueron algunas voces pidiendo su refundación, lo que a la postre se sustanció en el reciclaje de algunos de sus principios, como que los estados vuelvan a asumir el papel de guardianes de la economía, creando una ética cívica que sirva para controlar y regular la opacidad de un espacio demasiado dado a las prácticas de alto riesgo.

Para salir de la crisis algunos acuden al discurso monocorde y manido de unas reformas estructurales, que esconden el velado deseo de iniciar unas reformas laborales favorecedoras de una mayor libertad y flexibilidad en los despidos, o una bajada de impuestos, que resultaría nefasta en unos tiempos en los que se necesitan mayores recursos para reactivar la economía, y para garantizar las políticas sociales.

En el ataque de Miguel Sebastián a los bancos se ha querido ver la resurreción de un nuevo chivo expiatorio en el que descargar la responsabilidad de la crisis, cuando en realidad sólo se trata de aplicar el principio de reciprocidad con aquellos que están recibiendo fondos públicos y hacen un uso exclusivista e interesado de ellos.