Estos últimos días, el ambiente se ha cargado con el debate sobre la política presupuestaria. España se enfrenta a una recesión sin precedentes, similar a la del resto de países occidentales, al tiempo que afrontamos las consecuencias del final de un boom que jamás debió consentirse. Esta especificidad de la crisis se refleja en la intensa destrucción de empleo, que refleja en especial el colapso de la construcción residencial. Por tanto, a diferencia de nuestros vecinos, España afronta una doble necesidad: la de contener la caída de la actividad y de la ocupación, y, simultáneamente, poner en marcha reformas estructurales que corrijan los errores del modelo productivo anterior.

El Gobierno tiene, pues, una doble tarea. En el ámbito del fomento de la producción y el empleo, cabe insistir en la línea que se inició con el paquete de obras públicas municipales y que ha continuado, parcialmente, con la nueva prestación a los parados que han agotado su cobertura. Y ello porque la situación que se espera para el 2010 dista mucho de la deseable expansión. De hecho, el G-20 ha abogado por el mantenimiento de las actuales políticas fiscales y monetarias, dada la incertidumbre sobre la solidez de la recuperación mundial. Cierto que Alemania y la Comisión Europea presionan para que recuperemos el equilibrio presupuestario, pero deberíamos ser capaces de resistir esta presión en el corto plazo. En este contexto, el anuncio del presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero , de un aumento impositivo equivalente al 1,5% del producto interior bruto (PIB), al que cabría sumar una reducción del gasto público de la misma magnitud, detrayendo globalmente un 3% de actividad, no parece la mejor receta para afrontar un ejercicio tan complejo como el próximo. Recuperemos crecimiento primero y, posteriormente, ajustaremos nuestra economía. Por tanto, los presupuestos del 2010 deberían continuar, por lo que se refiere al gasto, en la línea de los del 2009, con la salvedad de la necesaria congelación salarial.

Y, desde el lado impositivo, ¿qué hacer? No parece tampoco el 2010 el ejercicio más adecuado para poner en práctica incrementos en la presión fiscal. Quizá una elevación del IRPF en las rentas más elevadas o un ajuste del impuesto en la tributación de las grandes fortunas, que el Gobierno no parece dispuesto a efectuar, así como el aumento en la tributación de las rentas de capital, sean las únicas medidas hoy aceptables. Una posible elevación del IVA deberá esperar, ya que el consumo privado habrá caído, a finales del 2010, cerca del 8% en relación a los niveles del 2007.

XEN SINTESISx, el déficit público deberá continuar siendo muy elevado, al menos para el 2010. ¿Nos lo podemos permitir? Sí. España tiene todavía margen, menos del que tenía hace dos años, pero más del que dispone la mayoría de países de nuestro entorno. La deuda pública española alcanza escasamente el 50% del PIB, frente a valores por encima del 70% en Alemania o Francia, o superiores al 100% en Italia y Bélgica.

Y, más allá del ajuste fiscal, ¿qué hacer con las políticas de reforma? Ese es otro cantar. La prevista ley sobre el cambio de modelo económico no parece el instrumento más adecuado para plantear algunos de los profundos cambios que el país necesita. Entre ellos, la reforma del mercado de trabajo, su segmentación y los costes sociales y económicos de las muy elevadas tasas de desempleo aparecen como aspectos que hay que abordar de forma perentoria, si se quiere encarar el futuro de forma adecuada. Y solo el Gobierno central puede liderar un gran acuerdo de Estado para su reforma. Y lo mismo debería suceder con otras medidas que impulsan, en el medio plazo, el crecimiento de la productividad e incrementan la competitividad exterior. La mejora de las infraestructuras, en especial de las ferroviarias vinculadas al transporte de mercancías, la liberalización de determinados mercados de servicios o cambios importantes en el sistema educativo aparecen entre las medidas a considerar en ese deseable pacto por el futuro. Y entre ellas no debería caer en saco roto la reforma de los órganos de gobierno de las universidades, que no debería costar una peseta y, en cambio, permitiría situar a estas estratégicas instituciones en el lugar que les corresponde.

Igualmente, el combate contra la lacra del fracaso escolar, que no se resuelve, me temo, con la política de informatización en curso, así como una mejor dotación de la formación profesional son también elementos imprescindibles de esa política de reforma de medio plazo. Como lo será, en un futuro ya muy próximo, el debate sobre la sostenibilidad del sistema de pensiones, que debería vincularse con algunas de las medidas de transformación del mercado de trabajo.

España necesita, en el muy corto plazo, sostener la demanda para evitar el círculo vicioso de mayor desempleo y profundización de la crisis. Nosotros, a diferencia de países como Francia o Alemania, tenemos una crisis propia, específica, que no se resuelve con la recuperación financiera y económica internacional. Y ello implica continuar con una política fiscal expansiva. En el medio y largo plazo, en cambio, esa política tendrá que revertirse, al tiempo que habrá que readaptar parte del tejido productivo a un entorno mucho más exigente y con unos tipos de interés que, inevitablemente, tenderán a aumentar.