Hay un cuento genial de Italo Calvino en el que un señor, al volver a pasear después de muchos años por su ciudad natal, no sabe si calarse o no sus gruesas y recientes gafas de miope: si lo hace reconoce a todo el mundo, pero nadie lo reconoce a él, y si no lo hace, todos lo saludan y abrazan aunque él, ciego, no logra identificar a nadie. ¡Qué dilema! -parece decirnos el cuento-. Si intentamos ver las cosas como son y adoptamos, para ello, una posición distante y mediada, nos convertimos en extraños (no se puede ser juez y parte). Y si optamos por una relación más entrañable con el entorno perdemos distancia y, así, capacidad analítica y crítica... ¿Qué hacer entonces? ¿Pensar o vivir? Los filósofos vitalistas piensan que es mejor vivir -sin miedo, es decir, sin filosofía, diría Céline-, los intelectualistas que una vida sin reflexión no vale la pena. ¿Y nosotros?

Entre el vivir y el pensar hay, por suerte, dos formas de mediación gozosa y útil: el arte y la política (o lo político-moral). El arte responde a la ilusión de que se puede pensar a través de la imaginación de lo vivo y concreto (ver el bosque -diríamos- sin salir de entre los árboles); la política es la voluntad de materializar en lo vivo y concreto la idealidad de lo pensado (disponer los árboles, sin perder por ello la visión del bosque). Parodiando la fábula, diríamos que el arte es el caso del miope que imagina lo que no ve (y encandila a todos con su visión), mientras que la política lo es del miope que, aun viendo, no se extraña del mundo y los demás, sino que los entraña y arrastra hacia su propia concepción de las cosas. Vamos a profundizar en esto de la política y la miopía.

Como suele decirse, la política está entre la ciencia y el arte: es ciencia de lo posible y lo prescriptivo (no de lo necesario y lo descriptible, como la ciencia pura) y, a la vez, arte de lo contingente o dado (no de lo posible y libre, como el arte absoluto). Por ello, en política no basta ni la perspectiva estrictamente crítica (la del intelectual que, por exceso de ciencia y rigor ético, se extravía del entorno), ni el simple furor militante (el del activista que, por exceso de voluntarismo subjetivo/sentimental, acaba confundiéndose con ese mismo entorno). Ni uno ni otro pueden hacer política (al primero le falta sensibilidad hacia los medios -una «ética de las responsabilidades», diría Weber- al segundo objetividad en los fines -una «ética de las convicciones»-); aunque, en su versión más degenerada (la del ideólogo sociópata, el uno, y la del comisario político, el otro), y en esquizoide complementación de lo uno con lo otro, pueden llegar a arbitrar la más terrible tiranía.

¿Quién debe ser entonces el político? Entre los dos tiránicos extremos de la fábula -el del que lo ve y juzga todo sin ser visto ni juzgado, y el del dogmático que, sin ver nada, es reconocido por los demás- está el que ve y se deja ver, esto es: el que alterna el diálogo sobre los principios (sin extrañamiento, desde el común de la razón) con la acción responsable (sin subjetivismo ciego, desde el interés común). Y este debe ser el ciudadano -el común de la ciudadanía-.

En una verdadera democracia, la política no debe ser tarea de especialistas. Se deben profesionalizar sus extremos (justo para evitar extremismos) y, en ese sentido, habrá funcionarios de las ideas (expertos en ciencia o filosofía política) y activistas profesionales (administrativos). Pero la política en sí, que es el ámbito propio a la decisión -lo que media entre las ideas y las acciones-, ha de estar en manos de todos.

Ya hemos abogado aquí («Mas democracia y... ¿menos elecciones?» 29/5/2019) por modelos de participación (la demarquía o elección por sorteo) que hagan realidad la vieja fórmula aristotélica de la virtud política: la alternancia en el poder y la educación de la ciudadanía. Solo por ejercicio directo del poder se desarrolla el hábito de la decisión responsable. Y solo una educación adecuada -dice el filósofo- capacita para el diálogo en torno a principios. Uno y otra serían el haz y el envés (cristalino y retina) de un buen tratamiento contra la miopía política. A ver...

*Profesor de Filosofía.