La democracia participativa es sin duda uno de los mayores retos con los que se enfrentan las políticas de izquierdas actuales y cuya aplicación pasa por asumir algunos compromisos y limar algunas reticencias que, el hecho de obtener mayorías en procesos electorales basados en el sufragio universal, suponen para quienes ostentan el poder y tienen que gobernar para una determinada comunidad. Sin embargo, a pesar de este riesgo y de la complejidad que pudiera suponer la aplicación de políticas inspiradas en esta concepción humanista y social, está demostrado que la puesta en marcha de las mismas garantiza el éxito de la ejecución de sus fines y aminora en su caso los fracasos. No es que se trate de algo experimental y con carácter piloto, sino que muchas sociedades democráticas y en diversos niveles de aplicación ya se benefician de las enormes ventajas que suponen la aplicación de algunas iniciativas bajo el paraguas de la participación y la cooperación social.

La homogeneidad física del territorio extremeño, la existencia de una cultura y unas señas de identidad muy definidas, el carácter abierto de sus gentes, la armonía más o menos equilibrada entre ciudades y pueblos y un deseo constante de cambio y transformación, hacen de esta región el marco idóneo para la aplicación de estas herramientas de gestión, que traerían consigo una mayor transparencia de cara a la ciudadanía, un mayor interés por la participación en las decisiones que afectan a un determinado territorio, una mejora de las capacidades colectivas y sin lugar a dudas, un incremento de la calidad de vida de las personas, que en definitiva es o al menos debe ser el último objetivo de la política. Conocedores y sabedores de esta necesidad, fundamentalmente por parte de la ciudadanía, algunos programas electorales incorporan --en mi opinión con mucho acierto-- acciones directas de participación ciudadana cuya aplicación, si se hace de manera inteligente, puede convertirse en una garantía de continuidad en el futuro.

*Técnico en Desarrollo Rural