Autor teatral

Antes de meterme en camisas de once varas, voy a pagar deudas: la primera darle la bienvenida a Fernando Delgado y hacerle ver que unas espinacas en aceite de oliva tienen su punto y su glamour. La segunda a este Periódico, que me mantiene viva la palabra, y a los cuatro cretinos lelos que han creído por un momento que se pueden quemar las voces que salen desde la libertad y el respeto. Supongo que no sabrán de qué les hablo. Pues a las camisas y a las varas. No tengo hijos --ganas menos--, por no tener el alma en un sinvivir y el corazón hipotecado en un botellón de angustia y madrugada. También --para qué nos vamos a engañar--, porque son un coñazo, herederos de sangre y apellidos, pero coñazos al fin, parasitando el solar familiar, como los cuervos los despojos. Vista mi orfandad progenitora, no tengo más remedio que tirar de los hijos de mis amigos para sondearles piercing y rastas, hasta que me den su visión de la polis y, por tanto, de la política. Ardua tarea explicarles la hermosa palabra de los griegos para definir los intereses de los ciudadanos. Claro, que viendo el patio como está, no me extraña que se fumen la polis y se esnifen hasta las murallas de interés turístico (UNESCO, incluida). Total, que ya, y en edad de merecer una urna que les sitúe en el mundo de las realidades y responsabilidades cívicas, me saltan con la mala hostia que debe tener el pringao que se le ocurrió lo de las mierdas de las urnitas, en un domingo de resaca mortal. Ni siquiera la imagen de los hijos de Aznar, bendecidos por el Papa, mengua su alma pagana y pecaminosa. Cosas de no ir a misa de doce y no tener un guía espiritual del Opus. Pero entre esto --que sería lo más conveniente-- y estar todo el santo día tocando el bongo o funambulando por cada plaza, va un interludio.

Supongo que no son los hijos de mis amigos --hijamigastros , para mí-- los más representativos del modelo de juventud, por la herencia de sus linajes: padres ilustrados, que leyeron a Joyce y a Faulkner; que tiraron pedorretas a los grises y, hoy, se tiran pedos en los jardincitos de los adosados; que se quedaron en blanco y negro por tanto cineclub de Bergman y algún que otro realizador ucraniano. Que comprendieron --más vale tarde que nunca--, que un apartamento en la playa da más toque y más sueños que la boina del Che Guevara. Con su decepción, la inhibición de sus pupilos. En el piercing se cuelgan toda la filosofía de su existencia; en las extensiones a lo Marley, la maraña confusa de un futuro y vida. Pero también habría que preguntarse por qué tanta y tan gran espalda les dan a todo lo que tenga que oler a un tufo de política. Denostada, despreciada es la imagen que la mayoría de los jóvenes tienen de la función pública.

En su presente no existen ni minutos para sopesar la realidad y cambiarla. En la urna sólo cae un testamento de más de lo mismo. Se arreglan mejor sus dudas existenciales en el morreo compartido de una litrona de cerveza. Las Play , las Reebok , son las promesas reales que nunca pecaron de utopía. El problema es el tiempo, el único remedio que cura a todo quisqui : pasarán mitos y desganas; entrarán en el mercadeo de la política, porque en ello les va la hipoteca. Atenderán a intereses, en otro tiempo ajenos y despreciados, con sumo cuidado. Los hijos de mis amigos son como aquel muchacho que conocí, liándose la vida en un foular hipioso; merendándose con poemas y berrinches de Neruda. Al que nunca importó el dinero y hoy se queda las dioptrías en los calendarios para ver venir el fin de mes.

Los hijos de mis amigos hemos sido todos. Recuerden, si no es mucho pedir.