El líder de Vox tiene una retórica expresiva y contundente y habla un perfecto castellano con una convicción convincente. Para convencer, efectivamente, es eso mucho mejor que expresarse como si una no se creyera sus palabras, que es lo que le ocurría a menudo a Mª Dolores de Cospedal, no sé si antes o después de lo de la indemnización en diferido. La retórica en secundaria es una asignatura pendiente y a menudo esta profesora lamenta haber dedicado menos tiempo a la oralidad por la presión de los programas y por esa baraúnda en clase cada vez que un pretendido debate degenera en algarabía.

Hablar bien en público es importante, y, aunque los resúmenes parlamentarios de los telediarios suelen ser penosos en todas las cadenas porque la información acerca del hemiciclo reporta mucha menos audiencia que los a menudo sádicos sucesos o los cansinos deportes y solo es trending topic el payaso de Rufián y la presidenta del Congreso al borde del llanto frente a los mal llamados señorías, una conoce la dinámica retórica de Casado, que no habrá aprobado ninguna oposición ni tendrá un máster, pero habla estupendamente y sin leer, al contrario que Rajoy, tan por fuerza memorioso él, pero amigo de leer sus discursos en exceso, aunque hiciera famosos algún que otro fin de la cita. También sabe de la valentía y soltura de Arrimadas, del escaso poder de convicción de Sánchez y del tono en sordina tipo homilía servil de Torra.

Claro que hablar bien no le garantiza a nadie el voto de nadie. Ahí están por eso Pablo Iglesias, con su también perfecto castellano, pausado cuando debe serlo y efectivo en sus alertas populosas, que los populismos es lo que tiene, lo mismo que Abascal, tan situados el uno y el otro en los extremos y tan opuestos en todo, intentando pescar en las aguas turbulentas de una derecha enfadada y una izquierda que ha sustituido la indignación por el miedo y el desconcierto.

Dice Abascal que ellos son un partido de extrema necesidad que se atreven a decir en público lo que dicen en un guasap. Precisamente en el momento en que Iglesias se disculpa, con retraso eso sí, de una conversación machista en su chat.

Una cree que Abascal yerra. Que hablar en privado es una cosa y en público otra. Que el contexto familiar admite el humor, el negro y el de mal gusto, los insultos, los tacos, los secretos inconfesables y la desmesura. Convertir el debate político sobre aspectos esenciales del Estado en un desahogo de chat de amiguetes es un disparate. Lo estamos viendo.