Es muy posible que en los más de trescientos artículos que he publicado en este espacio me haya centrado más de una vez en la dualidad ética/política. No es raro, porque es una de las cuestiones clave de la socialización humana y de la construcción de espacios públicos de calidad. Si vuelvo hoy sobre ella es porque intuyo que la profundización en la ética es, desde muchos puntos de vista que no podré agotar en estas líneas, la razón sine qua non para la reconstrucción de una buena política que ahora no tenemos.

La disolución de la ética en el espacio público ha llegado hasta tal punto que la alusión a la misma suele conllevar casi siempre consideraciones despreciativas de toda índole para quien la esgrime, que puede ser objeto de burla, ser tachado de loco, menospreciado por tonto o, simplemente, considerado fuera de la integración social. El asunto es de tal gravedad que ni siquiera es un tema de debate sincero.

La configuración de la voluntad popular española, ya desde nuestra Constitución, es a través de los partidos políticos, y eso ha entregado tan completamente la conformación de los espacios públicos a las organizaciones, que casi se nos ha olvidado que la política la hacen las personas. Y en muchas más ocasiones de las deseables, con una importantísima impronta individual, más allá de la identidad de los colectivos a los que pertenecen, como demuestra la progresiva imposición de los procesos de primarias o la tendencia presidencialista de un sistema que es originariamente parlamentario.

La política la hacen personas, y por eso mismo la ética individual es un elemento crucial de la política, y no solo crucial sino —y esto es muy importante— previo a la política. Así, no puede haber una organización ética si no son éticas las personas que la componen y, muy especialmente, las personas que la dirigen. Este asunto ha sido tema de confrontación política, por ejemplo, tras la sentencia del caso Gürtel, entre quienes acusaban de corrupto al PP en su conjunto y quienes decían que se trata de conductas individuales aisladas. Las dos argumentaciones tienen parte de razón. Son casos de falta de ética individual que, al acumularse (son cientos en toda España) y concentrarse en torno a quienes dirigen el partido, se acaban convirtiendo en un problema de ética colectiva.

La cuestión clave aquí es que los intereses colectivos y los individuales son casi siempre contrapuestos. Por tanto, es imprescindible la vigilancia de las ambiciones particulares, puesto que el riesgo de que entren en colisión con el bien común es algo más que probable. Aquí podemos citar muchos ejemplos, siendo los más comunes la prolongación de las carreras políticas más allá de lo razonable versus la regeneración política, y la búsqueda de espacios de poder para disfrutar de los privilegios personales que reporta versus la dedicación a la transformación de las políticas públicas.

La ambición personal (buenos salarios, comodidades, privilegios sociales, realización personal, fama y prestigio, etc., etc.) es legítima, pero no puede convertirse en la única razón para hacer política, ni tampoco en la razón prioritaria. Cuando esto es así, la dedicación al servicio público se diluye casi por completo, y con ella se diluye la ética que conlleva. La suma de muchas actitudes individuales parecidas a esta supone la disolución de la ética política colectiva.

La política española, analizada en su conjunto, tiene mucho de esto. Desde la micropolítica hasta la macropolítica, todo está trufado de ambiciones personales, desde las más modestas hasta las más desenfrenadas, que desvirtúan por completo el servicio público. Un servicio público que, por definición, debe suponer una entrega e incluso un sacrificio, acaba siendo, así, una manera de vivir mejor que la mayoría de la ciudadanía para la que se trabaja. Y eso termina por suponer un contexto de agravio inaceptable para una mayoría social que, de una forma o de otra, acaba convirtiéndose en indignación que, a su vez, si el mal no se cura, termina en una transformación social más o menos traumática. Y en eso estamos, en el tránsito desde la indignación a la transformación traumática sin pasar por una regeneración ética ordenada.