Los republicanos estadounidenses acaban de hacerse con el escaño de Ted Kennedy , al parecer fundamental para que el presidente Obama pueda llevar a cabo, sin mayores contrariedades, su reforma de la no muy ejemplar sanidad pública norteamericana. Por decirlo de la manera más coloquial posible, ese escaño, fundamental también a nivel simbólico, se lo han cepillado los votantes independientes; es decir, ese espectro de electores que no votan conservador o progresista porque ya sus papás respectivos votaban progresista o conservador, según los casos, y ellos son progresistas o conservadores de toda la vida, también respectivamente y tal y como aquí se es de derechas o de izquierdas, de toda la vida, faltaría más, culpando, responsabilizando a la genética y/o a las leyes de la herencia de nuestra propia desgana a la hora de pensar y eludiendo el compromiso de elegir según nuestro propio criterio, como parecería lo indicado, y de obrar en consecuencia. Esos votantes, los independientes, los que votan según y cómo, según y a quién, según y cuándo, incluso con independencia de sus propias actitudes personales ante la realidad de la existencia, al parecer, se han cargado la posibilidad de esa ansiada y necesaria reforma.

XLAS RAZONESx que los han conducido a colaborar al resultado final las sabrán ellos. Dicen que después del primer año de gobierno de Obama cunde la desilusión entre algunos de sus seguidores. Es posible. Pero no debe de ser fácil gobernar un imperio. No lo es gobernar una pequeña nación. Las tensiones, las tentaciones y las responsabilidades son tantas que mejor es no abundar en la verdad de su existencia. Por otro lado, no se quiere argumentar en contra de todos los que votan conservador ni en contra de todos los que votan progresista, porque es indudable que la caricatura del párrafo anterior no abarca a la totalidad de los electores de una y otra banda del espectro ideológico. Es tan solo un espejo deformante que permite enmarcar la real existencia de los votantes que lo son, más que con el corazón, con la cabeza.

Aquí también existe ese abrevadero electoral así entendido. El elefante demócrata y el asno republicano, o al revés, también sacian su sed de votos en él. ¿Qué reacción se aventura como previsible llegada la ocasión que cada vez es más vecina? ¿Cuál anuncian las encuestas de opinión? Quizá el Gobierno, pero también la oposición, debieran empezar a tener en cuenta la posible reacción de ese millón de votos que funcionan de modo equivalente al de esos independientes que se han cargado el escaño de Kennedy y que aquí pueden cargarse cualquier continuidad, pero también cualquier ilusión que se diría mariana. ¿Por qué? Sabido es que cuando uno cualquiera de nosotros, personas normales y corrientes, tenemos la oportunidad de hablar con una persona inteligente y constructiva lo más habitual sea que, al cabo de 10 minutos de charla, estemos expresando pensamientos, razones o motivos que no estarán a la altura de los de nuestro interlocutor, pero que no los desmerezcan. Y al revés. No ya uno de nosotros, sino incluso ese inteligente y constructivo interlocutor del ejemplo, si tiene la desgracia de hablar con un zopenco, lo más probable es que al cabo de esos 10 minutos acabe poniéndose a su altura y desgraciando su propio discurso.

Si trasladamos al plano político partidario aquellos temas que deben permanecer en otro más estricto e institucional, el necesario diálogo entre el Gobierno y la oposición se puede deteriorar en cantidades tan aterradoras que una no pequeña parte del electorado se pueda confundir llegado el caso. El reciente descalabro electoral de Obama, la política mantenida por la oposición en los últimos años y la confirmación de la continuidad de esa tendencia manifestada en la entrevista realizada a una líder del PP, publicada por un diario de Madrid hace unos días, permiten aventurar el peligro que corre el Gobierno de continuar entrando al trapo argumental que le tiende la oposición a cada paso. Y no se antoja como algo deseable.

Ese trapo, esa política trapacera, ha colaborado decisivamente, en los últimos años, al deterioro que la opinión publica tiene respecto de la clase política que, tanto desde el Gobierno como desde la oposición, rige los destinos del Estado. La práctica de tal política es una huida hacia delante. El deterioro del prestigio de las instituciones partidarias, incluso de la propia --que es en lo que no parece caer en la cuenta la oposición-- es de tal calibre que solo puede acabar significando un retroceso en no pocos de los avances obtenidos a lo largo de los últimos 30 años. Y el Gobierno también es responsable. Hay diálogos que es mejor no sostener, propiciar, iniciar o continuar, pues se acaba por cometer el mismo tipo de sandeces.

Esas sandeces las vemos, las escuchamos todos. También los votantes españoles que equivalen a los que se acaban de cargar la posibilidad de mejora de esa sanidad pública tan necesaria en EEUU. ¿Les compensó el voto así otorgado y resumido? Es cosa suya. El de aquí es cosa nuestra. Por eso el Gobierno debiera empezar a pensar en ellos. Y qué decir la oposición.