Mañana, como todos los años, se celebra el Día de los enamorados y el azúcar rebosa los escaparates cargados de corazones, flechas y detalles varios que nos hablan de la omnipresencia del amor. Arden los institutos, las redes sociales, las floristerías y los restaurantes. Arden también las neuronas, dejando cenizas que no tendrán sentido, pero sembrando la web de frases y fotos de parejas a punto de caramelización.

También protestan los detractores de dejar la pasión solo para este día, o incluso de dedicar una fecha del calendario a algo que ni conocemos ni vamos a conocer nunca. Nada sabemos del enamoramiento, es cierto. Ni cómo empieza ni cómo termina. Surge como una chispa, igual que la inspiración, y quizá como ella se apaga poco a poco, si no te encuentra trabajando. Recetas para conseguirlo hay muchas, desde pócimas, hechizos celestinescos e hilados mágicos a algoritmos de internet y consejos publicados por el gurú de moda. Para mantenerlo también hay tratados que no acaban de explicar ni el cómo ni el porqué.

Sea o no un proceso químico o un instinto de supervivencia y conservación de la especie, no sabemos nada del amor y sus matices. Lo poco que aprendimos lo leímos en libros o nos lo contaron, y nos lanzamos de cabeza como quien espera que haya un colchón de plumas bajo un abismo. Así nos fue, para bien o para mal. Y ahora, miramos condescendientes a los jóvenes que aún creen morir de amor cada semana.

Nosotros no sabremos mucho, pero lo poco que sabe la mayoría de ellos lo ha aprendido viendo en la tele en horario familiar cómo se intercambian parejas, cómo lo único que importa son el físico y las operaciones estéticas, o que un edredón de Gran Hermano es lo más parecido a un locus amoenus. Casi cien mil niños entre cuatro y doce años estaban viendo este mes programas de este tipo. No son muchos, no. Los índices de audiencia apenas los contemplan, pero esa minoría está siendo educada en la cultura de usar y tirar y el romanticismo del tatuaje, el músculo y la silicona. Puede que Garcilaso sea un fósil, Quevedo, una gárgola, y Bécquer, el nombre de una calle de Sevilla, y que haya que buscar referentes en otras lecturas menos anticuadas, pero la solución sigue siendo la misma: cuanto más sabes, y más lees, menos te engañan.

Da igual el formato, el mensaje permanece idéntico: quien bien te quiere, no te hace llorar, y el amor duele, pero no mata. Luego, lo por vos muero, poesía eres tú, y las cenizas que tendrán sentido, casi es lo de menos si un día, que puede ser mañana, nos despertamos con la lección aprendida antes de convertirnos en polvo, por muy enamorado que sea.

*Profesora y escritora.