Hace ya tiempo que está claro que de atisbar en el horizonte las consecuencias a medio plazo del calentamiento global hemos pasado a una situación de emergencia ambiental. La cascada de consecuencias concretas del incremento de las temperaturas no solo se hace más evidente, amplia y cercana sino que a ella se unen otros efectos de la explotación salvaje de la Tierra, como la omnipresencia de los residuos plásticos, la extinción de especies animales y vegetales y la polución urbana. Los expertos del Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático (IPCC) que asesora a la ONU advierten ahora de que reducir las emisiones de gases en la producción de energía, la industria y los medios de transporte no basta para evitar el umbral a partir del cual el incremento de las temperaturas puede ser irreversible y catastrófico. Es necesario modificar los hábitos de consumo y el sistema de producción de alimentos, responsable del 37% de las emisiones de gases de efecto invernadero. Garantizar la seguridad alimentaria de la humanidad y al mismo tiempo evitar los efectos sobre el medioambiente de, sobre todo, el actual modo de producción ganadero obliga a atajar el derroche alimentario y restringir el consumo de carne en favor de los productos vegetales y los alimentos de origen animal más sostenibles.

Poco a poco, la conciencia ambiental crece y, pese a las reticencias de la extrema derecha más irracional y las resistencias a prescindir a comodidades y avances que ahora entendemos insostenibles conseguidos en las últimas décadas, cada vez asumimos más la necesidad de modificar nuestros hábitos cotidianos. Aún de forma insuficiente, pero con unas nuevas generaciones cada vez más concienciadas, entendemos que además de exigir el cumplimiento de los grandes objetivos fijados en acuerdos internacionales son necesarios compromisos personales. Se han empezado a interiorizar prácticas de reducción y reciclaje de residuos, ahorro del consumo de energía y agua y racionalización del transporte privado. Pero la ciencia avisa de que no basta, y de que también es necesario asumir nuevos hábitos alimenticios. Algunos de estos cambios suscitan el temor de reavivar desigualdades (véase el debate en Alemania por las propuestas de aumentar el IVA de los productos cárnicos, o el impuesto sobre carburantes que desencadenó la revuelta de los chalecos amarillos). Pero deben encontrarse fórmulas para evitar que nos sigamos deslizando en una pendiente que desencadenaría una crisis global de consecuencias impredecibles.