Es habitual preguntar a los escritores por qué escriben --seguramente a la espera de que se luzcan con una disertación brillante--, pero rara vez se pregunta a los lectores por qué leen.

Isaac Bashevis Singer, en el discurso que pronunció cuando recibió el Premio Nobel de Literatura en 1978, explicó por qué escribía para niños al tiempo que hacía de las motivaciones de lectura de estos un encendido elogio. Según él, a los niños les importa un bledo la crítica, no leen para librarse de su culpa, ni para saciar su sed de rebelión ni para librarse de la alienación, les gustan las historias interesantes sin guías o notas a pie de página y son reacios a la psicología y a la sociología. Los niños, según Singer, leen simplemente por el placer de leer, que no es poca cosa. Quizá en esa línea habría que encajar la cita de Flaubert: «No leo para aprender, sino para vivir».

Según el informe sobre hábitos de lectura y compra de libros en España en 2017, realizado por el Observatorio de la Lectura y el Libro, quienes más leen son los niños de 10 a 14 años.

El problema aparece a los 15 años, cuando esa pulsión visceral por la lectura comienza a decaer, tal vez --esto es opinión mía-- porque la lectura que defienden Singer (para los niños) y Flaubert (en lo personal), supeditada no tanto al aprendizaje sino al mero placer de «vivir», tiene demasiados rivales en el ámbito del ocio.

Es obvio que quien no lee con gozo antes o después renunciará a los libros, pero más allá del placer por las historias y por cierto abandono momentáneo del mundo real, me cuesta entender la lectura como un pasatiempo destinado solo a insuflarnos unos chutes de vida.

Al contrario que Flaubert y que tantos lectores, leo más por aprender que por el proyecto grandilocuente de «vivir otras vidas». Yo me daría por satisfecho si los libros me ayudaran a comprender esta extraña vida que me ha tocado en suerte.