En España no se ha producido el estallido social que algunos han venido pronosticando casi desde que empezó la crisis económica. Al igual que otros episodios que muy esporádicamente los han precedido, la agresión al consejero murciano de Cultura o los incidentes de la pasada semana en Salt son hechos demasiado concretos y aislados como para expresar una tendencia en esa dirección.

Desde el 2008, en España no se ha alterado más que antes de esa fecha la paz social, si así puede denominarse una situación en la que millones de personas sufren graves carencias y una gran angustia económica. Las movilizaciones contra los despidos han sido la excepción y no la regla. Y la huelga general del 29 de septiembre fue un episodio único, que no dejó secuelas y que, además, era una protesta destinada a impedir que el Gobierno marginara a los sindicatos de sus decisiones de política laboral y sindical y no a denunciar los problemas que sufren los sectores más desfavorecidos de la población.

Esos problemas no han hecho sino empeorar y todo indica que así van a seguir, al menos los dos próximos años. Con el agravante de que al paro se ha añadido ahora la inflación, la merma de la capacidad adquisitiva, que también parece que ha llegado con ganas de quedarse.

¿Serán los precios los que saquen a la gente a la calle? No se puede rechazar esa hipótesis, pero tampoco apuntarse a ella. Porque, de un lado, los elementos que explican por qué hasta el momento no se ha producido un estallido social siguen actuando y parece que van a seguir haciéndolo en el futuro previsible. Pero también cabe que su efecto tienda a debilitarse.

XPREDICCIONESx aparte, hasta el momento el primer amortiguador de la tensión social ha sido el subsidio de desempleo. Lo reciben más del 78% de los parados registrados y su cuantía va desde el 80% de la base cotizada durante los 6 primeros meses de percepción, hasta el 60% a partir del año, hasta un límite de 18 meses. A partir de ahí, y gracias a la reciente decisión del Gobierno de acabar con el subsidio adicional de 426 euros, el parado queda abandonado a su suerte. Hasta entonces, y aún con recortes, habrá podido mantener más o menos su nivel de vida. Otras subvenciones de menor impacto contribuyen en algunos casos a ese mismo fin.

Paliativo no menos importante es el trabajo negro. La diferencia entre el número de activos que proporciona la Encuesta de Población Activa y el de afiliados a la Seguridad Social puede dar una idea de sus dimensiones. De esa resta salen cerca de un millón de personas. No todas ellas tienen que ser trabajadores sumergidos. Pero seguramente buena parte de ellos lo son. Los salarios que obtienen no solo son bastante menores que los regulares, sino también inferiores al seguro de desempleo que les correspondería. Pero permiten la supervivencia.

Un tercer factor es la solidaridad familiar. Es imposible medirla. Pero existe. Puede que su efecto siga siendo importante en las zonas rurales, y estas tienen mucho peso en las autonomías con mayor índice de paro, particularmente en la España del sur y en Canarias. Pero se cree que en las grandes ciudades se ha reducido con respecto a crisis precedentes. En este capítulo también habría que inscribir la acción solidaria de algunas oenegés, entre ellas Cáritas.

A esos elementos objetivos ha de añadirse la falta de cohesión de los colectivos afectados por el paro, su enorme fragmentación y dispersión en la masa de una ciudadanía que mayoritariamente conserva su puesto de trabajo y buena parte de los ingresos que percibía antes de que comenzara la crisis. Pero también, y sobre todo, la inexistencia de cualquier referente de movilización y de organización para los parados.

Esto último es particularmente evidente entre los jóvenes, cuya tasa de desempleo supera el 40%, y que históricamente, aquí y allá, han sido los protagonistas de las revueltas sociales. Hasta el momento no hay indicio alguno de que la juventud esté tomando conciencia colectiva de la difícil situación que vive y que seguramente va a seguir viviendo durante mucho tiempo. Sin embargo, y más allá de la imagen de la juerga perenne como único objetivo de su vida con la que nos machacan buena parte de los medios de comunicación, la mayoría de los jóvenes, y no solo los parados, están atribulados por su suerte y muchos de ellos obsesionados por su presente y su futuro. Su problema es que no saben cómo pueden juntarse para presionar o simplemente para protestar. Y la mayoría de ellos está dispuesta a asumir resignadamente las condiciones laborales y salariales que se les ofrezcan, por draconianas que sean, porque cree que cualquier reivindicación sería rechazada de plano con el argumento de que muchos otros aceptarían el puesto sin matices.

La paz social que acompaña a la crisis se sostiene sobre los mimbres hasta aquí apuntados. Pero es un equilibrio muy frágil. Cualquier recorte en los gastos asistenciales, y particularmente en el seguro de desempleo, puede arruinarlo. Y es imposible prever cuál puede ser la chispa que movilice a la gente.