Gina , una mona del zoo de Sevilla, se ha revelado como una adicta al porno. Todos los días ve películas de alto contenido sexual en una televisión que los responsables del centro instalaron para su deleite. Y vaya si se deleita. La compulsiva Gina, con el mando de distancia del televisor en su poder, disfruta sin empacho de las posturas acrobáticas de Nacho Vidal y sus amiguitas.

Esto viene a demostrar un par de cosas. Una, que la frontera que separa a seres humanos y monos es cada vez más difusa, y dos, que la oferta televisiva ha decaído tanto en los últimos años que el canal porno se ha convertido en lo más destacable incluso para los primates simiescos. Conclusión: a los monos les gusta el porno y posiblemente lo disfrutan más y mejor que nosotros, sin complejos y sin devaneos de culpabilidad pues a ellos nadie les ha explicado que dejarse llevar por los instintos naturales es pecado.

Pero nuestra Gina, tan primaria, tan carnal, tan desinhibida, no peca; lo que hace simplemente es gastar a su libre albedrío lo único que le sobra: tiempo. Imagine el lector -al fin y al cabo, un mono desarrollado, como quien escribe estas líneas- si tuviera que pasar veinticuatro horas al día encerrado en un recinto, sin Internet, sin libros, sin pádel, sin fútbol. Se volvería loco... o se volvería adicto al porno, cuya industria mueve 60.000 millones de dólares anuales entre los animales de dos patas. En fin, Gina y su adicción vienen a evidenciar la similitud con nuestros primos los chimpancés: ellos se parecen cada vez más a las personas y nosotros, en reciprocidad, nos parecemos cada vez más a los monos.