WEw l presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, está haciendo intentos casi a la desesperada para que España esté representada los próximos días 14 y 15 de noviembre en la cumbre mundial sobre la crisis financiera, que se celebrará en Washington. El viaje a Japón se interpreta también en esa clave, aunque oficialmente se niegue. De momento, todos los esfuerzos han resultado baldíos, dada la determinación del anfitrión, el presidente norteamericano, George Bush, de que a la reunión asista el G-20, un conglomerado de los siete países más ricos del mundo más Rusia (el G-8, en el que no está España) y un grupo de países de economías emergentes, que van desde China hasta Argentina y donde tampoco figura España, pese a que en casi todos los indicadores se encuentra al menos entre los 15 primeros con el mismo Producto Interior Bruto que Canadá y, en algunos casos, con tres veces más PIB.

Hace bien el Gobierno en intentar sentarse a esa mesa. Argumentos sólidos no le faltan: el volumen de la economía española, su condición de tercer país inversor en el extranjero y su potente sistema financiero --con dos bancos entre los 16 mayores del mundo y ninguna entidad con síntomas de tener que ser intervenida por la autoridad monetaria o por el Gobierno-- deberían servir para que Zapatero estuviera en el foro de Washington.

Pero una serie de circunstancias juegan en contra. En primer lugar, la mala relación personal entre Bush y Zapatero. Desde que el presidente del Gobierno español decidió, acertadamente desde el punto de vista de la política e incluso de la legalidad internacional, retirar las tropas españolas de Irak, el dirigente de EEUU ha querido ver en su colega español a un peligroso radical, muy distinto de su antecesor en la Moncloa.

Pero sería una simplificación achacar exclusivamente a ese factor personal la eventual ausencia de España en la cumbre. El Gobierno de Zapatero, en parte por el escaso despliegue del presidente en las tareas diplomáticas, no ha sabido tejer una red sólida de complicidades internacionales, que en estos momentos está pasando factura. Ahora cuenta con el apoyo de Sarkozy, Brown y Durao Barroso, pero el respaldo, aunque en algún caso sea sincero, como el expresado por el primer ministro británico, puede quedar en el terreno retórico. Por otro lado, la salida en tromba del presidente al señalar ante la prensa, convocada de forma urgente exclusivamente para esta cuestión, que iba a dar la batalla por estar en Washington fue un error que puede pasarle factura interna y externa si su apuesta, como se ve hasta ahora, resulta perdedora. España es una potencia de segunda fila --aunque no lo quieran asumir quienes sacan pecho desde posturas triunfalistas--, pero merece estar y hacerse oír en esa cumbre de la que se esperan propuestas para cambiar el marco general del sistema capitalista, gravemente dañado por la actual crisis. No estar no será una tragedia, pero sí un serio revés para quienes pensamos que España tiene un papel crecientemente importante en la nueva era global.