XLxlevo ya varios años haciendo ejercicios de egolatría y autocomplacencia (¿qué, si no, es escribir en este Periódico sobre lo que te da la gana sin cobrar un céntimo?) y estoy seguro de que más de un lector habrá notado que hablo de Francia y de lo francés con especial atención. Natural, porque eso sí que me da de comer. Pero también me ha dado una visión distinta del mundo y de sus entretelas que, sin ser más importante que la materna, ni tampoco menos, me hace sentir más rico al poder beber de dos fuentes.

Sin embargo, había guardado siempre para el fondo de mi más íntimo sentimiento y hoy necesito sacarlo, un olor a recuerdo y a vida, una nostalgia propia y heredada, ese último impulso que, en busca de lo más elemental de mi pertenencia, me lleva siempre a Portugal.

Mi mar, mi espuma (gracias, Santos , poeta, amigo) mi proyecto y mi infinito han estado siempre en nuestra salida natural al mar, hacia el Oeste, porque también nosotros somos Oeste.

Crecí oyendo a mi madre hablar de sus vacaciones de verano en Espinho en el primer tercio del siglo pasado, rotas, como la vida, por el odio y la barbarie el verano del 36. Ella me habló de Pessoa y de Amalia Rodrígues . Por casa andaban Os Luisiadas y me atreví, sin anestesia ni nada. Luego me enamoré de Dolce Pontes , de Misia y de Madredeus . Ahora, mi amigo y poeta Faustino Lobato me está llevando de la mano por la vida y obra de Eugenio de Andrade .

Mi primer viaje con mi novia fue, cómo no, a Portugal. Y he llevado allí a mis hijos tantas veces que ya les parece parte de su casa.

Lloré de alegría con la revolución de los claveles, canté ilusionado el Grandola vila morena (y mira que es mala, la jodía) y hasta me cogió el cierre fronterizo en Caia el día que el general aristócrata intentaba huir tras un fallido golpe de estado antirrevolucionario: el nombre de Jesús Delgado Valhondo nos devolvió a España a su sobrino Fernando y a mí, cargados que veníamos con cultura imposible en la una, grande y libre.

Sigo yendo con frecuencia, ahora con la excusa (como si la necesitara) del Gran Premio de Estoril de Motociclismo.

Con estos antecedentes, no es difícil comprender que, aprovechando un Proyecto Escolar Europeo Comenius en el que ando metido, propusiera a mis alumnos un intercambio corto, de fin de semana, para que empezaran a conocerse, con chavales de Guimaraes, Patrimonio de la Humanidad también, asociada con nosotros al mismo proyecto. Con todo el cariño que se puede suponer.

Necesitaba 14 alumnos. De entre cuatro grupos, sólo he conseguido 6 autorizaciones paternas. En muchos casos, mis alumnos no han mostrado el menor interés: mea culpa, no he sabido ilusionarlos. En otros, los menos, las circunstancias familiares no lo permitían. Pero lo que nunca podía imaginar, lo que ha hecho que me avergüence como profesor y como persona, es la respuesta de un chaval (o chavala, prefiero no recordarlo porque no tiene la culpa de nada): "Mi madre me ha dicho que ella no mete a un portugués en su casa". Ahí nos duele, porque la imagen, el juicio o el prejuicio que la sociedad tiene de un país no tiene nada que ver con Google, pero sí con el conocimiento de sus costumbres, su literatura, su arte, sus montes y hasta sus ríos, que en este caso también son nuestros. El respeto o el rechazo, el afecto o el desprecio entre los pueblos, ya lo estamos viendo, tiene mucho, muchísimo, que ver con sus líderes políticos. ¿Seguimos de espaldas? La frontera ya no existe. Sólo falta un voluntario que empiece a borrar la Raya.

*Profesor