El primer caso de dopaje detectado en los Juegos Olímpicos de Pekín ha correspondido a una representante del equipo español, la ciclista Maribel Moreno, que abandonó precipitadamente la capital china alegando una crisis de ansiedad. El positivo ha indignado de forma sobresaliente a las autoridades deportivas españolas. Jaime Lissavetzky, secretario de Estado, invitó a la corredora a denunciar a las personas que le habían suministrado la sustancia prohibida --EPO-- y avisó que, según la ley, podrían acabar en la cárcel.

Si el Gobierno quiere dar una nueva muestra de seriedad en la lucha contra el dopaje, la advertencia de Lissavetzky no puede quedar solo en palabras. Se debe investigar y llegar al fondo de este caso, que ha enturbiado la imagen del deporte español, sobre todo del ciclismo, en un año en el que está logrando resultados tan sobresalientes que no se conseguían siquiera en la brillante etapa de Miguel Induráin.

Por esta razón, es particularmente grave que el primer caso de dopaje de los JJOO corresponda a una ciclista. El episodio vuelve a demostrar que, pese al esfuerzo que se está realizando y al cambio de actitud que se observa en la mayoría de corredores --y no por las declaraciones, sino por los resultados de los análisis clínicos--, aún hay ciclistas que cometen abusos y no se percatan de que no se puede seguir pedaleando por la senda de la farmacología prohibida. Ahora, quien la hace la paga. Por eso, la caída de cualquier dopado, tal como sucedió en el Tour, no debe ser utilizada como un arma arrojadiza contra el ciclismo, sino para celebrar que los tramposos ya no tienen cabida en este deporte y que nadie baja la guardia para pillarlos.