Periodista

En pleno auge del apartheid un entonces vigilado profesor sudafricano, visitador habitual del preso Mandela, aseguraba a sus alumnos de universidad que en el sustrato de la intolerancia siempre había un elevado componente de inseguridad ciudadana. Decía que el miedo era el principal detonante del racismo más exacerbado. Han pasado muchos años de aquellas lecciones y ese temor persiste en contados barrios extremeños donde la marginalidad es una evidencia que nadie quiere reconocer ni asumir.

Convivir con el sobresalto, con la incertidumbre, sólo hace alimentar un sentimiento de rechazo y desconfianza. No verlo es negar la realidad.

La seguridad es siempre un buen punto de partida para establecer unas normas básicas de convivencia que todos los ciudadanos están obligados a asumir, sin excepciones. La patada en la puerta, la extorsión o la amenaza sólo siembran el odio callado de una población que, día a día, engendra posos de intolerancia. La delincuencia, en cierta manera, es fácil de combatir; sin embargo, hace falta algo más que policías para eliminar la sensación de inseguridad en unos barrios que conviven a diario con el miedo.

En una sociedad sin apartheid , sin profesores vigilados y sin mandelas a quien visitar en la cárcel también cuentan aquellas lecciones magistrales que lograron cambiar el mundo.