Lejos da amainar, la colosal tormenta desatada al trascender que Luis Bárcenas tuvo en Suiza cuentas bancarias por importe de 22 millones de euros cuando era tesorero del Partido Popular aumentó ayer con nuevos datos sobre el escándalo.

Si el argumento esgrimido hasta ahora por la organización que preside Mariano Rajoy era que el asunto no iba con el partido porque Bárcenas no es militante desde hace unos años, lo conocido ayer ya no permite artificios dialécticos. Es imposible intentar convertir en un caso estrictamente personal un circuito consistente en la entrega mensual por parte de Bárcenas, durante años, de sobres con dinero en efectivo a distintos dirigentes del PP. Con ser grave que un partido de gobierno diese dinero negro a sus cuadros, lo alarmante es que las cuantías fueran tan elevadas --de 5.000 a 15.000 euros por perceptor-- que no se pueden entender sino como derivadas del pago de terceros que habían obtenido o aspiraban obtener favores del poder político. Es decir, lisa y llanamente, corrupción.

El PP lleva a las espaldas numerosos casos de obscena promiscuidad entre el dinero y la actividad política. Aun cuando en los juzgados dormitan muchos sumarios abiertos, hasta ahora ha conseguido capear responsabilidades colectivas. Pero el asunto de Luis Bárcenas representa un salto cualitativo que le obligará a unas explicaciones que de momento han sido inconsistentes.

A los ciudadanos les importa poco si lo que ha desencadenado esta tormenta es el afán de Bárcenas de expandir las responsabilidades para salir mejor librado del fangal. Lo que les preocupa es que esta muestra de perversión de la actividad política es la enésima que contemplan. ¿Hasta cuándo podrá la sociedad española resistir este lacerante goteo de corrupción? Las numerosas opiniones de los lectores recogidas en el diario y los estudios demoscópicos no admiten dudas: el descrédito de los políticos crece día a día, y aumenta en la misma proporción que se deterioran las condiciones de vida de muchísimas personas debido a la crisis.

De no haber una rápida y contundente regeneración de la actividad política, la situación se agravará irremisiblemente. La democracia española no puede permitirse ni la instalación entre los ciudadanos de un resignado fatalismo ni, algo mucho peor, la aparición de populistas de la peor especie dispuestos a redimir al país.