La operación planteada de fusión de Caixabank y Bankia tiene todo el sentido del mundo. Es un maniobra defensiva ante la vulnerabilidad de las dos entidades que han visto en los últimos meses caer su cotización como consecuencia de la aceleración de la pérdida de rentabilidad motivada por los bajos tipos de interés y por la incertidumbre del covid-19. El movimiento responde también a las recomendaciones del Banco Central Europeo (BCE) y del Banco de España sobre la necesidad de consolidar el sistema bancario español a través de fusiones para mantener la fortaleza de su capital ante una eventual debacle de la actividad económica y un incremento de la morosidad. És lógico, pues, que los dos accionistas de referencia de ambos bancos, la Fundación Bancaria la Caixa, a través de Criteria, y el Estado, a través del Frob, se intenten poner de acuerdo para defenderse de una eventual opa externa aprovechando el bajo precio de la acción. La fusión, si llega a producirse, permitirá adaptar la red de oficinas, los servicios centrales y las plantillas a las circunstancias del mercado bancario actual, donde los servicios virtuales son mucho más decisivos que los presenciales por un cambio de hábitos de los clientes.

El gran obstáculo de esta fusión puede ser el precio en el canje de las acciones. Ahí es donde el comprador se la juega. Los accionistas de Caixabank no pueden quedar diluidos en la nueva entidad porque el vigor de uno y otro banco es muy desigual. Bankia arrastra los problemas derivados de la gestión anterior al equipo actual y eso hay que ponerlo en valor por encima del calentón que tuvieron ayer las acciones tras la comunicación del hecho relevante. Además, del precio en que se valore Bankia dependerá el peso que acabe teniendo el Estado en la nueva entidad que es lo mismo que decir el peso que tendrá en Caixabank, una entidad que, si ha llegado saneada hasta hoy desde la caja de ahorros que era inicialmente, ha sido precisamente porque se ha gestionado con criterios profesionales y no políticos. Así pues, nada se puede dar por hecho. La voluntad de las partes es culminar la fusión y hacerlo lo antes posible pero la incógnita del precio no es menor y en este caso más decisiva si cabe.

De cómo se resuelva esta incógnita dependerán otras muchas decisiones más llamativas pero menos decisivas: la magnitud de los ajustes en lo que se refiere al empleo y a la red comercial, la ubicación de la sede fiscal y de los servicios operativos, etcétera. Temas no menores por la significación que tienen ambas entidades, especialmente Caixabank, en los territorios que las vieron nacer y que ahora no son su único mercado pero sí las plazas más fuertes. Y del precio también dependerá que la fusión sirva para acabar con la anomalía de una banca pública y para que los contribuyentes recuperen cuanta más cantidad mejor de lo que ha inyectado el presupuesto público. Y en este contexto no puede perderse de vista la singularidad del principal accionista de Caixabank, cuyo fin fundacional es una obra social que no puede mantener sin el cobro de dividendos.