Hay épocas en las que el tiempo transcurre con lentitud pasmosa, en las que apenas pasa nada, y lo poco que pasa se convierte pronto en materia de olvido. Pero ocurre a veces que se abre una puerta que parecía cerrada, entonces los acontecimientos se precipitan como impulsados por una extraña fuerza, y de forma sorprendente se le agota la magia a algunas palabras, mientras otras que pasaban desapercibidas, son objeto ahora de un interés especial, como si asistiéramos a la mutación genética de una realidad travestida.

Los socialistas, tras haber desalojado del gobierno de Cataluña y del País Vasco a sus anteriores inquilinos, han dejado un flanco desprotegido en el parlamento nacional. Ahora, sin mayoría absoluta y sin socios de referencia, les espera la aridez de un tiempo de aritmética parlamentaria y de geometría variable, en el que deberán transitar por la cuerda floja de los pactos, de las concesiones y de los regateos en corto, en el que se verán obligados a tener que llegar a acuerdos puntuales con unas minorías periféricas, que no son precisamente los compañeros de viaje más recomendables para el tipo de travesía que se avecina.

XMIENTRAS TANTOx, el PP vive sumergido en el destello fulgurante de una euforia sobrevenida, no sólo por la recuperación del Gobierno gallego, sino porque ha conseguido que amaine ese temporal interior que amenazaba con la metástasis total, un armisticio en plena guerra por la sucesión. El interés de la opinión pública se ha desviado hacia otros menesteres, pasando a hurtadillas sobre la trama del espionaje y la corrupción, mientras que el liderazgo de Mariano Rajoy permanece milagrosamente intacto. Ha llegado el momento de demostrar con hechos lo que tantas veces repitieron con palabras, que el patriotismo es algo más que una soflama incendiaria reservada para momentos electorales, y que el sentido de Estado debe anteponerse a los intereses partidistas, con lo que consecuentemente deberían renunciar a rentabilizar el despecho de unos nacionalistas que, no hace tanto, personificaban una deriva independentista y desvertebradora, diametralmente opuesta a la estabilidad y a los intereses generales de España.

Cuando aún no se han apagado los ecos de las últimas negociaciones para conformar el nuevo Gobierno vasco, ya se ha empezado a especular en Madrid con la posibilidad de una moción de censura, una medida concebida en este caso más como instrumento para desgastar y poner contra las cuerdas al Gobierno, que para promover una alternancia por la vía rápida, ya que además de la dificultad que entrañaría el poner de acuerdo a grupos tan dispares, obligaría a la oposición a tener que mostrar sus cartas, a plantear propuestas concretas con las que dar solidez al cambio. Los nacionalistas buscarán la complicidad de la oposición para castigar al Gobierno, haciéndole perder algunas votaciones, pero difícilmente llegarán más lejos. Porque una moción de censura urdida en una situación como ésta, puede tener un efecto contraproducente para quien la promueve, ya que en lugar de aportar soluciones, parecería perseguir únicamente un paisaje de tierra quemada, tramado desde una impaciencia y una precipitación impropia de quien pretende llevar algún día las riendas del Gobierno.

La agenda política es generosa en ese aspecto y el inmediato presente ofrece oportunidades varias para que cada uno pueda desarrollar sus propias estrategias e iniciativas, ya que junto a las elecciones europeas de junio, ese mismo mes tendrá lugar el debate sobre el estado de la nación, sin olvidar la más que probable remodelación del gabinete ministerial, que mostrará el nuevo rumbo que se le pretende dar al ejecutivo, aunque será precisamente la evolución del empleo, la reactivación económica y el desarrollo de la propia actividad parlamentaria, el referente demoscópico más fidedigno a la hora de reflejar las inquietudes y las tendencias de la sociedad. Tampoco conviene descartar un pacto de estabilidad entre los principales partidos, que más que proporcionarle un balón de oxígeno al Gobierno, serviría para demostrar el grado de implicación y de responsabilidad que cada uno está dispuesto a asumir.

Porque para liderar en el futuro la mayoría social es preciso rodearse de algo más que de bonitas palabras, conviene revestirse de pragmatismo y de coherencia, recuperar la credibilidad en base a propuestas concretas, alejarse de las autopistas del cansancio, de la improvisación y de la pereza mental, retomar un discurso basado, no en el mensaje que a la ciudadanía le gusta oír, sino en aquel otro que le conviene escuchar.

Apostar, en definitiva, por una política que sepa dotarse de argumentos nuevos y que, lejos del oportunismo y de la cicatería, posea un alto grado de generosidad. Si los socialistas en lugar de haber optado por la alternancia en Euskadi, se hubieran plegado a las exigencias de una gobernabilidad cómoda, ahora no tendrían que enfrentarse al vacío y a los desaires nacionalistas, pero aquellas tierras seguirían bajo el dogmatismo centrífugo de Ibarretxe . Al menos ahora tienen una puerta abierta a la esperanza y una oportunidad para el cambio, aunque sea a costa de que alguien en otra parte tenga que pagar un alto precio.