Hay dos o tres paseos en Cáceres que te dejan al borde de un ataque del síndrome de Stendhal. No me refiero a un paseo como vía, ni siquiera al claro avance hacia un destino concreto. Más bien a la sensación etérea de ir errabundeando hacia algún sitio, de forma casi inconsciente, y darte de bruces con esas impagables imágenes que regala Cáceres, sin importar la estación del año en que lo hagas y sea la lluvia o el sol inclemente el acompañante (bueno, en verano no. Ahí sólo buscas el refugio del bendito aire acondicionado). Es una ciudad generosa que regala ufana placeres puramente estéticos a aquellos que osan descubrirla. O mejor aún, a los que no terminan (terminamos) de hacerlo nunca.

CADA cual tendrá los suyos, y no me voy a entrometer en la intimidad de cada uno con su ciudad. Pero, al menos, en nuestra ciudad tienen un elemento en común: una sensación de quietud, de estancias donde el tiempo resbala y sólo es estación de paso...

ESPAÑA se encuentra indignada. Si esto que vivimos es la rampa de salida de la crisis, lo haremos con la persistente sensación de que se van a perdonar los pecados a los de siempre. Flota una sensación de impunidad dentro de una ciudadanía que se esfuerza por tener memoria, aunque sea el collage colectivo de lo que a cada uno --individualmente-- le ha afectado la crisis. Ya se sabe que defraudar, embaucar, abusar y demás mamandurrias sale baratito en España.

Cáceres, y Extremadura, no diría que tanto. No es que se rehúya el esfuerzo, ni que sea ajeno a los sinsabores de la actual depresión económica, sino que su metrónomo personal es de naturaleza pausada, pacífico en su decepción. Hay algo de intramuros, de lavar los trapos sucios en casa. No se airean los problemas de la familia, así que más allá de la carretera de Salamanca las opciones no son las mismas. No está bien, eso se hace en casa. Quietos.

ESA QUIETUD... me inquieta. Personalmente, no estoy hecho para ser espectador. A la fuerza, el sofá o el patio de butacas no son lo mío. En la medida que pueda intervenir, al menos me voy a permitir ser actor en mi vida y mis circunstancias (o al menos, secundario con papel importante). No aplaudo las extendidas actitudes de abandono que veo en Cáceres y Extremadura. Hay una endémica incapacidad de los extremeños de ocupar el espacio de lo público, se percibe como algo ajeno. Y no debiera.

NO ES CORRECTO que derives la responsabilidad a quienes ostentan cargos o llevan cargas, y nos limitemos a la queja plañidera. O a levantar polémicas únicamente por carpas o por ponernos a jugar al pádel en la Plaza Mayor. No vale la vaga excusa del "ya tengo bastante con lo mío", o "¿qué puedo hacer yo solo?". "Yo canto esta canción, ¿qué puedes hacer tú?, mira hacia adentro y carga con tu cruz", cantaba el mítico Johnny Cash . Y el tipo sabía de lo que hablaba, era asiduo a dar conciertos en cárceles (y sin políticos en ellas).

LA QUEJA es muy cómoda, pero no es activa. Y sirve sólo como desahogo. Sea justa o no, que desde luego motivos hay actualmente para poner el grito en el cielo. Pero quien lo hace debe ser consciente de que no vale sólo la charla de bar, de pontificar acodado en barra. Como esos predicadores de película vociferantes y malencarados que anuncian mil males, pero ni dan soluciones ni las crean. Apocalípticos de pacotilla hay demasiados ya. No se trata de fundar un partido, ni de donar pasta a ONG. O sí. Pero no de estarse quieto e instalado en el "esto va mal".

QUIEN quiera ver en estas líneas sólo crítica, está en su derecho de hacerlo. Pero no es el objetivo de mi punto de mira. Ni aún sé si lo arriba escrito tiene un fin o nace de pura y seca reflexión (eso sí, enérgica, no cansada). Porque, aunque vivo lejos, no dejo de ser un cacereño y extremeño como todos aquellos que se hayan visto descritos allá arriba. Y por eso, igual soy también poco más que un predicador. En Pizarro. En la calle Pizarro, claro.

Pero no creo. Al menos, quedan estas líneas, ¿no?