A sus diez y seis años el adolescente Bernáldez comenzó a trabajar de recadista en una gestoría; además estudiaba contabilidad y mecanografía en una academia nocturna. A sus dieciocho años el joven Bernáldez fue ascendido y ocupó un puesto de auxiliar administrativo. Su trabajo consistía en rellenar en una máquina de escribir Olivetti documentos de todo tipo, y en hacer largas sumas, restas, multiplicaciones y divisiones, cuyos resultados transcribía en varios libros de contabilidad. También estampaba con frecuencia el sello de la empresa en cartas para clientes, y se ocupaba de pasarlas al director para que las firmara. A sus treinta años, Bernáldez fue eximido del arduo trabajo de realizar mentalmente las largas operaciones matemáticas, ya que se le facilitó una máquina llamada calculadora, que las resolvía igualmente con sólo teclear las cifras deseadas. Bernáldez comprobó que disminuyó considerablemente su cantidad de trabajo. A sus cuarenta años comenzaron a llegar a la oficina los folios con el sello de la compañía ya impreso, así pues Bernáldez se liberó del monótono trabajo de estamparlos en cada escrito. Sus tareas seguían disminuyendo. A sus cuarenta y ocho años le fue facilitada una nueva máquina llamada ordenador con la cual hacía sus cálculos y rellenaba los impresos con sólo pulsar varias teclas, y además dejó de pasar la firma al director, ya que los escritos traían impresa la firma mediante un proceso llamado digitalización. Apenas tenía trabajo. Al cumplir cincuenta y tres años, a Bernáldez y a once administrativos más les ofrecieron la prejubilación a cambio de una nómina razonable. Aceptaron. En la compañía sólo han quedado el director, una secretaria, un administrativo, tres ordenadores, una fotocopiadora, dos impresoras láser, una operadora telefónica, y una vieja máquina de escribir Olivetti que no se usa, con la que se entretiene Alvarito , el hijo del director, cuando va a la oficina a esperar a su padre y se aburre de jugar con su videoconsola.