Lo mejor de la concesión del premio Nobel a Bob Dylan es el circo que se ha montado.

No había visto nada parecido desde la reforma de la ortografía, cuando una multitud de defensores de nuestra lengua se lanzó a las redes y a los medios de comunicación en contra de algunos cambios. Qué tiempos aquellos. Si yo hubiera tenido otra edad, me habría creído que la ortografía era una cuestión importante en nuestro país, que de ahí íbamos a pasar a eliminar las faltas de todos los escritos, y a vernos libres de latiguillos odiosos, eufemismos ridículos y puestas en valor. Pero no.

Los buenos propósitos, si es que los hubo, que no hubieron, como escribiría alguno de aquellos defensores, duraron lo que duró la polémica, apenas un suspiro. Y ahora está pasando más o menos lo mismo. Y si yo tuviera otra edad y bastante menos experiencia, creería que todos los que critican el premio son apasionados lectores, amantes de los libros, grandes conocedores de otros poetas que podrían haber obtenido el galardón.

Y también que muchos que lo defienden verían con los mismos buenos ojos que un escritor ganara un premio de música, pero no. Lo importante es que este año se ha conseguido que vuelva a hablarse de qué es la literatura. Y que se nos recuerde que cada jurado premia a quien quiere.

Basta recordar algunos escritores que no ganaron el Nobel y otros que sí lo hicieron. Autores de países lejanos, desconocidos algunos incluso para los buenos lectores, azote de los profesores de lengua que cada año temblábamos por estas fechas. Es cierto que gracias a estos premios, hemos conocido escritores a los que nunca nos habríamos acercado. Y también es cierto que este año el jurado ha conseguido que la literatura vuelva a ser noticia. Quedémonos con eso. Lo otro, lo de escribir correctamente y disfrutar de la lectura, pertenece al ámbito de lo personal y cotidiano, ajeno a premios, tanto si se los conceden a un músico como si se los quitan a un poeta.

* Escritora