La llamada «Gran Crisis» funcionó en cierta forma a modo de «despertador». Sin querer (o poder) trazar un paralelismo con el final de los años veinte y el crack bursátil, se da la coincidencia de que, en ambos casos, el mundo venía de años placenteros, de bonanza continuada. Todo condujo a una paulatina relajación para medir las señales de alerta. «Nada» invitaba a pensar que la fiesta tenía por qué terminar.

El choque, por abrupto, fue doble: recuperarse de lo inesperado, sin contar con herramientas adecuadas para una salida, y superar la desconfianza posterior que genera la inacción o la falta de respuesta institucional. Eso configuró las sociedades posteriores. Y no exclusivamente en el ámbito económico. El miedo actuó (como hace nuevamente ahora) como espoleta de escenificaciones políticas extremas. Que se venden, declaradamente o no, como soluciones.

Siempre es una tentación poner el foco en los grandes cambios o las consecuencias macroeconómicas del final de un ciclo económico. Son efectos más fáciles de distinguir y tardan menos en ser visibles y comprensibles. Pero, sin duda, son otros los que tienen más impacto en nuestro día a día, porque además afectan a personas con las que interactuamos diariamente. Lo que no se puede decir de un gobierno, por ejemplo.

Decir que la crisis de 2008 dibujó el cambio del sistema financiero no es decir demasiado. Es de sobra conocido. Muchos productos financieros (los derivados) estuvieron en el ojo del huracán, culpabilizados y señalados como una sofisticación interesada para parte de la industria. Era lógico que aquellos productos financieros al acceso del inversor o ahorrador particular tuvieran un primer cambio: una mayor regulación y protección como consumidor.

Ese camino ya está recorrido. No era tan esperada la ultra relajación de la política monetaria ni que se diera de forma coordinada por los principales bancos centrales. Este exceso de liquidez (de oferta monetaria, en realidad) va a provocar que, en un plazo breve de tiempo, muchas entidades comiencen a cobrar a particulares por la gestión del ahorro en efectivo. Cuentas y depósitos, el perfil más usual de producto financiero en España.

Entre dos puntos que acabamos de contar en resumidos brochazos (crisis y «solución») ha pasado una década, que ha vivido la incorporación de una generación al mercado laboral. A esa vida en la que tus decisiones computan en el PIB. Esa generación es la que conocemos por «millenials».

Es sencillo acudir raudos a los clichés y a las (siempre injustas) comparaciones. Sus aficiones y capacidades parecen un chiste para el resto. Son acomodados, infantiles, poco trabajadores y cautivos de una pantalla. Clichés o prejuicios: estoy seguro que alguien trazó sobre nosotros un retrato robot similar. Ese choque generacional no ha ocurrido a nosotros. Y a nuestros padres.

Me interesa más comprender el porqué de sus motivaciones, íntimamente ligadas a la sociedad que les ha tocado vivir. Hace poco una persona a la que tengo en alta estima, me dijo a modo de radiografía que vivían una suerte de «presente continuo».

Tiene sentido: han crecido inmersos en una crisis que les restaba oportunidades y han visto como el ahorro a largo plazo podía irse al traste de repente. La tecnología invade sus vidas sin tener muy claro dónde les coloca. Y simplemente ahorrar como han hecho las generaciones anteriores puede incluso castigarles.

La banca privada y la industria de los fondos está preocupada por la tasa de sustitución de los inversores: la nueva generación --incluso con mayor capacidad económica-- no están ocupando el sitio de la anterior. Oirán hablar cada vez más de «acciones fraccionadas» o de inversión «responsable».

Si nos fijamos en el número de personas que estadísticamente cabe en esa generación, no estamos hablando de un cambio en los hábitos de consumo. Sino en la configuración financiera de la sociedad: ahorro e inversión. Si vivimos sólo centrados en el presente, el futuro será --seguro-- más volátil. Incierto.

*Abogado. Especialista en finanzas.