Magistradoy vocal del CGPJ

En las últimas semanas, el Tribunal Supremo y el Tribunal Constitucional han enjuiciado reclamaciones de Batasuna relativas a la supuesta falta de imparcialidad de algunos de los magistrados que tenían que llevar los procesos relativos a la eventual ilegalización de ese partido. Tal alegación ha sido estimada en algún caso, con el consiguiente apartamiento del caso del magistrado concernido, y desestimada en otros. Siempre razonadamente. ¿Cuál es la lógica de la imparcialidad judicial sobre la que se asentaba este asunto?

En democracia, la imparcialidad es una garantía básica de los procesos judiciales, y una de las pautas elementales del derecho de todo ciudadano a un juicio justo. Una declaración de principios lógica para cualquiera, que se proyecta en un doble aspecto, posiblemente menos conocido. A los jueces se les exige no sólo que sean personalmente neutrales respecto de las partes y el contenido del proceso que dirigen, es decir, que carezcan de prejuicios o intereses subjetivos. Además, deben disponer las garantías necesarias para que pueda ser excluida cualquier duda al respecto; en otras palabras, también han de parecer imparciales.

La razón para tan extrema exigencia es que la sociedad como conjunto necesita, por principio, un suelo de confianza en sus tribunales, que no podría existir si éstos no ofrecieran, además de neutralidad real, una estimable apariencia de que la neutralidad existe.

Las leyes indican que los jueces que no resulten imparciales con arreglo a esos criterios citados deben apartarse o ser removidos del pleito que dirijan.

De hecho, en diversos pronunciamientos, los más altos tribunales nacionales e internacionales han apreciado rotura de la apariencia de imparcialidad --por tanto, de la imparcialidad misma-- en varios casos realmente diversos.

Quisiera destacar aquí dos grandes apartados. En primer lugar, los derivados de la expresión pública por parte del juez de un prejuicio ideológico del tipo que sea; y en segundo extremo, los referentes a error estructural del sistema judicial que no es corregido por el mismo juez (ejemplo característico es el del magistrado que ha enjuiciado el mismo asunto en dos instancias sucesivas). La práctica judicial nos dice que del segundo grupo no es responsable exclusivo el juez, al menos cuando es la mecánica de los ascensos y promociones profesionales la que le sitúa en niveles superiores, donde inevitablemente verá asuntos procedentes de los tribunales inferiores en que trabajó, a lo que se suma cierta indefinición de las leyes, que a menudo no imponen claramente el apartamiento del caso.

Pero lo que resulta exclusivamente dependiente del juez es la expresión pública de posturas ideológicas, por más justificadas que pudieran estar desde el punto de vista del ciudadano. Me estoy refiriendo esencialmente a las muestras de repudio del terrorismo, decentes y exigibles a cualquier ciudadano, pero que en el caso del juez pueden colocarle en situación objetiva y técnica de pérdida de imparcialidad.

La práctica judicial nos indica que es prácticamente seguro que el magistrado que hace valoraciones ideológicas sobre el objeto o los sujetos del proceso que enjuicia, mediante declaraciones usualmente mediáticas, se arriesga a ser tachado de parcial en el modo indicado. Por lo tanto, el sistema judicial no debe dejar de recordar a sus miembros la necesidad de mantener la tensión intelectual requerida para no caer en este tipo de errores.

La tarea judicial puede y debe prescindir de manifestaciones públicas, porque los jueces hablan de los asuntos que enjuician a través de sus resoluciones. Una declaración de nulidad de un proceso o una condena en el Tribunal Europeo de Derechos Humanos cuestionan siempre la validez del sistema judicial democrático que las soporta, y en los grandes casos pueden llegar a comprometerlo seriamente y para mucho tiempo. Tengamos cuidado.