El primer año de Quim Torra como presidente de la Generalitat se cumple con más pena que gloria, ya que el balance de la presidencia de quien desde el primer momento se consideró presidente vicario es deprimente. Torra, elegido personalmente por Carles Puigdemont ante la incredulidad general por la falta de experiencia política del designado, ha sido más un activista que un presidente de la institución más importante de Cataluña. Se ha dedicado a la política de gestos, algunos de ellos incumpliendo las mínimas normas de urbanidad y respeto institucional --los desplantes al Rey, entre otros--, en lugar de gobernar para intentar resolver los problemas que sufren los catalanes con los instrumentos de que dispone la Generalitat que, a pesar de las quejas constantes, son numerosos. Y no vale el argumento utilizado por la portavoz del Ejecutivo catalán de que se ha visto obligada a reparar los supuestos estragos causados por la aplicación del artículo 155. Las consecuencias penales del ‘procés’ colocan la política catalana en una situación de excepcionalidad, que tiene su máximo reflejo en el juicio que se celebra en el Tribunal Supremo. Pero la actuación errática de Torra no ha servido para reparar ni esos estragos ni otros. Han sido demasiados los signos de que no ha puesto las instituciones al servicio de todos los catalanes. Por no hablar de la cada vez más insostenible sensación de que no preside un Gobierno, sino dos.