El episodio que ha acabado con el despido de Pepu Hernández como seleccionador de baloncesto es el último capítulo de una larga historia, la de los presidentes del mundo del deporte que se caracterizan por su intenso sentido presidencialista, que anteponen su visión personal sobre el resto de enfoques de los asuntos que tienen entre manos. Es una actitud que se traduce en algo así como ´la Federación soy yo´ o, en este caso, ´el baloncesto soy yo´.

Estamos a dos meses de la cita deportiva más importante: unos Juegos Olímpicos. El baloncesto, merced a sus últimos éxitos, es un deporte con serias esperanzas de conseguir una medalla. En esta situación y con estas condiciones, ¿no debería ser primera obligación de un dirigente la de evitar una crisis? El sentido común lleva a contestar afirmativamente a esa pregunta, máxime si el presidente de la federación ha esgrimido razones para provocar esa crisis que, de haber sido tan decisivas como han terminado siéndolo ahora, se podían haber esgrimido hace meses, cuando la preparación para la Olimpiada no era inminente. ¿El resultado? José Luis Saez ha despedido a Hernández, se ha quedado satisfecho, pero esa satisfacción puede tener muchos paganos: el propio baloncesto y los aficionados españoles.