Autor teatral

Mi mortaja de estos días han sido infinitos pañuelos de tisú, que si hubieran estado delicadamente engarzados, no sólo hubiesen supuesto mi sudario sagrado, sino un edredón para disfrutar del paraíso celestial. Tengo la maldita manía de saludar a las primaveras entrantes, con guirnaldas de mucosidades y toses griposas, para darle la bienvenida. Tanto ha sido así, que he paseado mi espectro febril y delirante por la módica hipoteca, que me susurró al oído, un inmobiliario sagaz. El hogar a mi medida, para mis metros de agonía. Evidentemente, histrionismo, exagero o vendo la moto, para quien quiera escucharme: unas décimas de mi fiebre, lanzadas como misiles al entresijo de mi sobaco, puede ser muy fuerte. Sabido es que los hombres, los que meamos erectos como la neuticalidad del árbol, nos acojonamos por todo. De ahí esos días solitarios, en una casa de agonía, para comprender --finalmente-- la grandiosidad de una buena gripe: miradas virtuales y calenturientas; ojos de pozos transparentes y --sobre todo-- una autolástima interior. Que te sabe a gloria y a sopistán . ¡El guerrero vencido de décimas febriles, y que espera su final a menos que viniera a tiempo, un frenadol!

Vejación, humillación, sábanas sudadas, son el trofeo de ese enemigo exterior. Pero, hete aquí, que cuando todo lo das por perdido, tu instinto de conservación te dice: "Si a tu ventana llega la primavera". La jodimos: escuchas desde la tumba que casi te atrapó los píos píos de la vida. Miras por la terraza y todo explota de calor, y hasta la papada de tu jefe te parece de diseño. Las braguetas se empitonan como las corridas de Olivenza; faldas y escotes se hacen un vis a vis con el sol, mientras el celo, el deseo, hace salir a cada uno por su puerta. Vorágine de primavera, atracón de los sentidos para una deliciosa vomitona. Parques plantados de ternura; miradas amagándose a la entrega de la tibieza. Colores como fallas para despedir al gris, en una orgía de fuego.

Sin embargo, tanta eclosión trae, tras los artificios, un segundo de oscuridad. Me refiero, y por ahí va, a esos cuatro muchachos que han tenido que dar su vida para que la primavera nos llegue. Hay muchas muertes, pero la de los cuatro amigos, es la definitiva. Son el sacrificio que exigen los dioses para que se cumpla el ciclo vital. Hoy, mañana, muchas tragedias no traerán la muerte de la primavera: el amor que se fue; la amistad que se rompió, o el declive de un rostro, sin poder de remisión. Pero esas muertes de las primaveras son leves, casi ficticias: volverán otras con mayor o menor suerte. La de estos cuatro amigos es la contradicción, la venganza de una estación incitándote a vivir, mientras te mata por un jodido sacrificio.

Ahora, sin mortaja de tisú, y viendo la fuerza de la vida, desde mi balcón, todo me da miedo. No a lo que pueda pasarme, sino de tanta perfección. No me fío de la exaltación de la vida en todo su esplendor, sabiendo que soy mortal. Tampoco me refiero al cuerpo, sino a lo que está detrás. Si es que hay algo.

No a la guerra.