Sé que mucha gente adora la estación primaveral. A mí, particularmente, no es que me disguste. Me agrada. Pero reconozco que cada año temo más su llegada. Y es que ocurre que, aunque lo desee con todas mis fuerzas, no la puedo disfrutar en su máximo esplendor. Porque soy uno de esos millones de españoles con alergias a pólenes, gramíneas, y demás elementos de la naturaleza. Y la verdad es que es un fastidio que sea así. Porque el campo está precioso en esta época. Porque hay cantidad de romerías que se desarrollan al aire libre. Y porque, después de un invierno de frío, lluvias y vientos, a cualquiera le apetece una ‘mijita’ de sol y aire puro.

El problema está en que ese aire tan puro viene cargado de microparticulas que, cuando se introducen en el organismo, te convierten en una especie de monstruito de tos atronadora, mocos colgantes y ojos inyectados en sangre. Quienes no padezcan estas alergias creerán que exagero. Pero quien las sufra, o quien conozca a alguien que experimenta sus efectos, sabrá que la caricatura que he trazado tiene bastantes visos de realidad. Otra cosa es que los alérgicos llevemos el tema con dignidad, y que, antes de salir a la calle, nos ‘dopemos’ a base de bien, con nuestros pastillitas flash-forte-plus, y con nuestros inhaladores, colirios y demás antihistaminicos. Porque, aunque seamos alérgicos, a ninguno nos gusta que nuestra imagen personal quede sepultada por el lagrimeo incontenible, los ‘achís’ en cadena, y por el consumo, casi compulsivo, de clínex. Aún así y todo, a veces, es inevitable mostrarse en público como frutas pochas. Porque la química ayuda a sobrellevar las embestidas de la alergia, pero, al final, acaba afectando al físico. Y, a ver, ¡qué le vamos a hacer, si la naturaleza es así de poderosa, y nosotros tan frágiles! Pues nada, a tirar para adelante, y a esperar a que se seque lo que ahora flora. Otra no hay. Y, mientras tanto, a digerirlo lo mejor que se pueda, qué la cosa tampoco es tan grave, y el verano está a la vuelta de la esquina.