La primera mujer en…, esta es la expresión recurrente que habitualmente leemos en los medios de comunicación, como si la mujer hubiera nacido a la realidad del mundo social en recientes fechas. Y sólo tenemos que indagar algo a lo largo de la historia para conocer que desde hace lustros ha habido siempre primeras y brillantes mujeres. Que ahora por aquello de la visibilidad, que por cierto ya tocaba, en pleno siglo XXI, parece haber eclosionado. Por lo que resulta, ciertamente, chocante que todavía haya titulares descubriendo, en la ignorancia de tantos años, que las mujeres están en la historia desde siempre, y aún más, protagonizando períodos y efemérides que por opacidad y por actitudes segregacionistas han sido parte de la intrahistoria, más que de la propia Historia. Sólo la curiosidad y el buen entender podremos comprender que a lo largo de los siglos ha habido muchas y grandes mujeres con hitos decisivos. Por esto el hecho recurrente de reiterar la primera sobre la primera en pleno siglo XXI resulta ridículo y hasta insultante.

Resulta, en ocasiones, hasta chocante el sorprendente asombro cuando se destaca como excepcional un hecho realizado por una mujer, la primera mujer ingeniera, la primera mujer investigadora, la primera mujer record del mundo… como si esta sociedad descubriera por primera vez que una mujer puede ser una profesional, madre, investigadora, pionera en algo. Insisto, todo ello en pleno siglo XXI. Cuando a ello no se ha tenido ni la precaución ni el interés en asomarse a la historia y analizar si hubo antes una anterior a la primera que hoy se quiere significar.

Sin ir más lejos, el otro día los titulares destacaban que la próxima mujer presidenta de la Comisión de la Unión Europea, además de ser la primera mujer en ostentar este puesto de representación, es madre de siete hijos. Estoy convencida que este dato no lo extraerían como primera característica si se estuvieran hablando de un hombre. Lo que denota el prejuicio y el preconcepto que todavía existe en esta sociedad, y que lo que contextualiza un estereotipo tan hipócrita, como poco bien intencionado. Porque lo extraño todavía sigue siendo el hecho que una mujer no sea madre. Siendo consciente de lo positivo de la maternidad, y al mismo tiempo, las dificultades que todavía existe en la sociedad para compaginar la profesión y la maternidad.

La actitud complaciente y paternalista lo único que hace es incidir en estereotipos que se suponen corresponden al pasado. Que a veces lo de la visibilidad tiene más que ver con el quedar bien, que con el verdadero convencimiento de lo que significa la igualdad, que no es más que jugar en equidad en una sociedad plural de múltiples tipo de relaciones.

Si queremos una sociedad en igualdad efectiva esta no debe ser mostrar la excepcionalidad como normalidad, sino la normalidad como algo consustancial a las capacidades que la ejercen, ni un ápice de complacencia sobre el talento y el trabajo, sino que ambos son cualidades de los seres humanos. Y que cuando se aprecien los hándicaps que siempre hay respecto a esa no igualdad efectiva, toca denunciar y actuar. Ahora el compromiso de la igualdad es la de actuar, no es de visibilizar lo que se ve, y retrotraer lo que hay que seguir reivindicando y denunciando. En el escenario visual todo podría valer, pero si descendemos al marco de los derechos, no se puede seguir admitiendo cuestiones como la brecha salarial en más del 60 por ciento de las mujeres respecto a los hombres, o una parcialidad laboral, lo que conlleva la minorización de la pensión de jubilación de más del 50 por ciento de muchas mujeres; y así suma y sigue en el lado de lo práctico que esa igualdad efectiva puede ser tan ilusoria, como poco creíble.