Desde la irrupción de la marea verde Vox, su comparación con la aparición pública de Podemos ha sido recurrente. Yo mismo, en esta columna, he cedido (y en más de una ocasión) a la tentación. Es un juego sencillo porque, guste o no, las coincidencias están ahí.

Los dos partidos se originan como consecuencia del cansancio de los partidos de su misma ala ideológica, ocupando orgullosamente el extremo. Se alimentan de las mismas formas, liderados por un líder mesiánico y mediático bien pertrechado por animados (y, a ser posible, polémicos) adláteres. Sus formas son cuasi bélicas, y los aparatos de partido lucen engrasados y jerarquizados. Lugares donde la mínima disidencia no está nada bien contemplada.

Ambos partidos surgen de una reacción ante una inacción o una falta de respuesta de los partidos más «cercanos» (la crisis o la unidad territorial amenazada por Cataluña). Ambos nacieron rechazando la condición de partido e impugnando etiquetas para situarse como un movimiento popular. Lo que por cierto también les iguala en su base: la pertenencia y el sentimiento de comunidad. «El pueblo». O más bien la voluntad (de guiar) al pueblo.

Diría que son populistas, pero me temo que ahora ese distintivo tampoco marca tanta diferencia. Seguro que la comparativa no gusta ni a unos ni a otros, asustados e indignados de verse metidos en un mismo saco. Sobre todo, a sus votantes. Normal. A primera vista, poco tienen que ver. Pero es indiscutible que les une mucho más de lo que aparentemente los separa.

Ahora que estamos en territorio de pactos, ambos juegan un aparentemente ingrato papel bisagra. Con poco que perder, dado que su presencia institucional no es mayoritaria, pero mucho que ganar, se liberan de ataduras en busca de su cuota. Y ahí viene otra similitud: se definen más por lo que no dicen que por lo que sí.

Habría que pensar qué supone no ya dejar cuotas de poder en sus manos, sino la capacidad de gestionar dinero público. Podemos, con más tiempo y más hechuras mitineras, intenta modular su lenguaje para no asustar a sus potenciales votantes. Ellos siguen señalando a los demás rivales políticos como enemigos del pueblo, con la esperanza de que éste, sea lo que sea, algún día se dé cuenta de esos intensos y desinteresados cuidados y les vote en masa.

Por eso, la candidata a la Comunidad de Madrid, Isa Serra, no tuvo empacho en criticar las donaciones de Amancio Ortega hace poco más de un mes, jaleada por la plana mayor de su partido. Por eso, Garzón sigue atacando todos los días el famoso «rescate» a la banca como una forma de expolio en favor de unos pocos. Y de paso pidiendo la existencia de una banca pública, como si la existencia de las cajas de ahorro, politizadas en su gestión y organismos de dirección hasta el centro mismo de cada decisión, hubiera sido solamente un mal sueño.

Detrás de este tipo de declaraciones continuas no se ocultan exactamente lo que dicen. No es ya que mientan con conocimiento de causa (si fuera por ignorancia, todavía tendría un pase. Pequeño) sino que el fondo de su interés no asoma.

Verán, no digo yo que a determinados mandos de Podemos no les soliviante que el señor Ortega reduzca su factura fiscal. Que lo haya hecho conforme a ley tampoco les importa demasiado. Tampoco digo que el ínclito economista Garzón no considere que la redistribución de la riqueza sea un objetivo digno de defender por un estado. Que no haya habido casos exitosos de banca pública o el hecho de que la que existió aquí fuera un nido de corrupción le parecerá un accidente, una minucia histórica.

Lo que en realidad no dicen es que el aumento del peso del sector público, de los impuestos o de los recursos públicos les interesa. El hecho de que haya menos capital y puestos para gestionar reduce la idea de la política como poder y la posibilidad de crear redes clientelares. La base de una continuidad casi aristocrática.

No es que dones, es que me quitas la posibilidad de gestionar a mí. Esa es la verdadera intención, que solo debiera estar oculta para aquellos que voluntariamente quieran seguir cegados.

Maquiavelo, en su ‘Príncipe’, en realidad fue malentendido. Criticaba la política del amiguismo y del patronazgo. La práctica de repartir favores: el uso de lo público como medio de obtener lealtades y favores. Nos avisaba que los príncipes iban a durar mucho tiempo. Incluso sin corona.