Todo sigue pareciendo irreal, hasta lo pasado, lo que hemos vivido hace nada y ya se asemeja a un mal sueño que amenaza con volver a repetirse. Los aplausos, los hoteles apagados, las tiendas cerradas, las calles vacías. El tique de la compra era el salvoconducto para poder avanzar por las ciudades sin que te pararan, las farmacias te guardaban mascarillas, como quien guarda y reserva un tesoro, y los guantes eran un artículo de lujo. Ha sido este año, no hace un siglo, este mes de marzo, y ya nos resulta lejano.

Somos frágiles, sí, pero también resistentes, quizá con una disposición basada en el olvido como pura supervivencia. Las terrazas se han llenado, se han celebrado elecciones, y acudimos a los centros comerciales a medio gas, pero acudimos.

Ha vuelto el fútbol (hay quien no puede vivir sin él), algún concierto, y hasta sucedáneos de verbena, la música ambiental de los agostos en el pueblo. Podemos bañarnos, incluso en aguas no cloradas, o al menos así lo autorizan. Y nos hemos lanzado a preparar actividades para otoño. Pero no somos tan inconscientes. En todas ellas, hasta en la actividad más pequeña, late la incertidumbre. Iremos al cine, o no. Veremos esta obra de teatro, o no. Escucharemos a este músico, o no. Y en esa pequeña y redonda conjunción, y en el rotundo adverbio, está la única verdad de este tiempo que parece mentira, en esta norma que no sabe de excepciones.

Haremos planes, sí, pero hemos aprendido que pueden aplazarse de la noche a la mañana. Debíamos haberlo aprendido mucho antes, pero ya se sabe, así somos los humanos, inmortales, invencibles, jóvenes para siempre. Solo basta salir a la calle y ver a los que aún caminan sin mascarilla, a los que se manifiestan porque ven coartada su libertad, a los que dicen que están deseando pasar el virus cuanto antes, como si con ellos no fuera lo de la UCI o los respiradores, y a los que tratan de contagiarse en fiestas, como en EEUU, para generar anticuerpos e ir por la vida libre, sin miedo. Da igual.

El principio de incertidumbre ha venido para quedarse, y ya nada es seguro. A lo mejor así ha sido siempre, y no éramos conscientes. Aprender a vivir con ello es un reto pero también una losa, porque significa asumir que nada, absolutamente nada, está bajo control, salvo quizá, y eso nos hace libres, cómo elegimos reaccionar ante la adversidad, la única certeza posible en estos días inciertos. H