Nunca he entendido a esa gente que pide que los corruptos se pudran en la cárcel, y que, sin embargo, aboga por el derecho a una segunda oportunidad de los asesinos. Porque sí, los corruptos deberían cumplir unas condenas ejemplares, y, sobre todo, deberían devolver hasta el último céntimo de lo que hayan robado, antes de salir de prisión. Pero los asesinos no deberían volver a disfrutar de la libertad jamás. Simple y llanamente, porque son un peligro público. Y porque han hurtado a otra persona su derecho a vivir. Pero, como digo, parece que hay gente que tiene atrofiado el medidor de gravedad de los crímenes y delitos. Gente que se indigna al tener noticias de que alguien robó, pero que contempla, con total tranquilidad, que un asesino o un terrorista pueda volver a pasear por la calle. Gente que hace ‘escraches’ frente a domicilios de políticos que no tienen ninguna cuenta pendiente con la justicia, pero que nunca se apostaría frente al hogar de un asesino que ha destruido la vida de una o varias familias.

Me vienen a la mente estos pensamientos tras saber de la petición de derogación de la prisión permanente revisable, cursada por el PSOE, por Podemos y por los grupos nacionalistas del Congreso, y de la recogida de firmas, que están llevando a cabo los familiares de niños asesinados, para que no se produzca dicha derogación.

Lo normal sería que los políticos estuvieran preocupados por consolidar una sociedad abierta, segura y próspera, en la que todos pudiésemos vivir en libertad y paz. Pero, por lo visto, lo normal, aquí, es algo utópico. Porque algunos siguen anclados en la idea genérica de que las condenas carcelarias han de ayudar a los presos a reinsertarse en la sociedad. Ante lo que cabría preguntarles si alguien que ha segado la vida de una o más personas merece ni siquiera esa posibilidad. O si, en lugar de ser tan garantistas con los sanguinarios criminales, no deberían estar preocupándose de retirar de la circulación a todas las alimañas que truncaron la vida de algún ser humano.