TLta batalla que hemos perdido los sectores progresistas de las sociedades occidentales ha sido una batalla cultural. Es imprescindible que nos hagamos conscientes de las dos cosas: que la hemos perdido y que ha sido cultural. De hecho, los dos grandes problemas a los que se enfrenta el mundo contemporáneo son problemas de evidente raíz cultural: la crisis económica globalizada y el terrorismo internacional de raíz islámica. La política del siglo XX confundió la cultura con los libros, las películas, la construcción de palacios de congresos en cada pueblo y las fotos de los líderes políticos con artistas e intelectuales. La política del siglo XXI, al parecer convencida de que esas fotos ya no venden y de que los auditorios a discreción fueron un error, ha sustituido los libros y las películas por Twitter, Facebook y YouTube.

El resumen es sencillo: los poderes públicos abandonaron vergonzantemente la cultura y se adueñaron de ella los poderes económicos. Así que la política cultural no ha sido producto de un proceso democrático sino de la imposición de intereses económicos a través del pleno dominio de los medios de comunicación. A los ministros de cultura se les tenía entretenidos --ellos encantados-- en alfombras rojas para que no opinaran de construcción económica o social. Si la política no hubiera confundido la cultura con los museos y los restos arqueológicos, habría sabido que las sociedades contemporáneas están completamente determinadas por la cultura de masas, un fenómeno directamente relacionado con los medios de comunicación y, específicamente, con la creciente difusión de imágenes.

No era cuestión de dejar de cuidar los teatros, sino de comprender que si se modelaban las conciencias desde Gran Hermano o desde el fútbol o el cotilleo o el periodismo de trinchera o la banalización de la violencia o la aspiración al placer como utopía de felicidad, entonces, los teatros y los cines y los museos y los libros se convertirían en espléndidos panteones de la cultura. En cementerios estupendamente cuidados, con largas y frondosas arboledas, y con la capacidad de construir sociedad que tienen todos los cementerios: ninguna.

XESO ESx lo que ha sucedido. Mientras los poderes públicos subvencionaban con el dinero de todos películas que nunca se estrenaban, los poderes económicos se hacían con todas las plataformas desde donde se nos decía el cine que teníamos que ver, la comida que teníamos que degustar, lo atléticos que teníamos que estar, las hipotecas que teníamos que firmar, la multitud de productos innecesarios que debíamos comprar y, por supuesto, a quién teníamos que votar. Todo ello bien entendido que debía hacerse desde el sofá de casa, sin armar mucho jaleo en la calle. Así que ahora resulta que la crisis económica y social es en realidad una profunda crisis ética y moral, es decir, una crisis cultural. Y, por tanto, la reconstrucción necesaria será reconstrucción cultural o no será. El mundo en el que vivimos está completamente atravesado por la tóxica cultura neoliberal --incluso este artículo lo estará en parte-- y sin derribar esa cultura, los cambios políticos solo serán juegos florales para entretenernos.

El veneno neoliberal en la sangre de las clases medias y bajas es lo que las convenció de que su felicidad estaba en trabajar toda su vida para tener un piso en propiedad y de que podían vivir como ricos sin serlo. El veneno neoliberal es lo que ha destrozado el sustento de la socialdemocracia donde siempre lo tuvo: en la ciudadanía necesitada de la política. Los partidos socialdemócratas no languidecen solo por la torpeza de sus élites sino, sobre todo, por la radical traición ideológica de sus bases. Así pues, el desafío que los progresistas tenemos por delante es mucho mayor que modernizar los partidos políticos, cambiar gobiernos o conservar el internacionalismo que cura contra las guerras. Todo eso es necesario, no suficiente. El verdadero reto es propiciar un cambio cultural que revierta el éxito neoliberal desde, al menos, los años setenta. Casi nada.

Es muy difícil porque pasa por un proceso doble: que nos analicemos a nosotros mismos y evaluemos qué podemos hacer desde nuestro ámbito para crear una nueva cultura, y que exijamos a los poderes políticos que realicen las radicales transformaciones necesarias para crearla. Desde las instituciones públicas se debe cambiar por completo la concepción de "cultura". La cultura no es solo gestión cultural --un término burocrático-- o industrias culturales --un concepto neoliberal--, sino algo mucho más grande. La cultura es ética e identidad, y por eso debe ser el corazón de todas las políticas de cualquier gobierno progresista que quiera de verdad progresar.