Estoy sorprendido y entristecido por las maniobras del Tribunal Supremo para castigar al juez Baltasar Garzón por su osadía al pretender investigar los crímenes del franquismo. Sorprendido, por cómo se ha desmontado la operación de maquillaje de la transición y el mito creado sobre ese período; hicieron la transición aquellos que no lo necesitaban, mientras que los verdaderos destinatarios de dicho proceso se limitaron a formar una pantalla de impunidad y olvido obligado, habitual en cualquier régimen dictatorial. Repugna la prisa con la que a esta operación de derribo se han adherido políticos adictos al régimen y aprovechados que buscan anular las pruebas obtenidas de sus actividades corruptas mientras mantienen su apoyo electoral en las encuestas, haciendo bueno aquello de que tenemos lo que merecemos.

Garzón ha pecado de soberbia y vanidad en muchas ocasiones, pero su hoja de servicios a la democracia es intachable. Es uno de los nuestros, de los que no etiquetamos las dictaduras como buenas o malas según la ideología teórica del régimen. La persecución que sufre Garzón nos retrata como país y deja claro que tenemos una crisis. Pero no una crisis exclusivamente económica, sino una mucho más profunda, de base, moral, que nos hace ser un Estado de segunda por la incapacidad de honrar a ciudadanos que fueron eliminados por su ideología. Este país tiene que despertar y empezar a exigir que queremos ser dueños de nuestro destino, superando los intentos de los púlpitos, de las televisiones sectarias, de las ondas envenenadas y de las palabras cínicas de políticos corruptos que quieren convencernos de que seguimos siendo la España eterna.

Fernando Holgado **

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