Este gobierno se está exhibiendo como una paradigmática troupe de profanadores. Y no aludo, específicamente, a que atenten contra lo eclesial o a que zahieran, a menudo, a quienes profesan unas creencias religiosas, porque tampoco es mi intención incurrir en la hipérbole de dibujarlos como un grupo de ‘asaltacapillas’, aunque, también en este ámbito, cuentan con dirigentes que han participado en actos que violentaban la libertad de conciencia y los sentimientos religiosos. Con la calificación de “troupe de profanadores” me refiero, más bien, a la saña del gobierno de coalición hacia esa biblia democrática que es la Constitución Española, y a sus constantes arremetidas contra el cofre de los consensos básicos que, entre distintos, supieron forjar allá por el 78. Porque, desde que el gobierno social-comunista se instaló en el poder, las páginas del libro sagrado de la democracia española están siendo emborronadas, cuando no arrancadas. Y los consensos básicos van saltando por los aires conforme el gobierno va viéndose acogotado judicial o políticamente. De ahí que la última embestida haya tenido por objeto cornear al P.P. y domesticar el Poder Judicial. A los dirigentes del primer partido de la oposición los presionan con el anuncio del asalto a los togados, por no avenirse al ‘conchabeo’ con el P.S.O.E. y Podemos para el reparto de fuerzas en el gobierno de los jueces. Y a los magistrados pretenden someterlos, convirtiéndolos en meros cromos a disposición del Ejecutivo, que los pondrá sobre el tapete o los apartará sine die en función de la ganadería a la que estén adscritos o de la fortaleza de su independencia. Tal es el escándalo que el eco ha llegado hasta las autoridades comunitarias europeas, que se han apresurado a emitir un comunicado advirtiendo de la gravedad de la reforma que promueven los partidos que sustentan el gobierno español. Se atribuye a Alfonso Guerra el anuncio de la muerte de Montesquieu, aunque, tiempo después, él mismo tratara de matizar tan aberrante sentencia en sus memorias. A Sánchez e Iglesias, en cambio, se ve que no les abochorna que se les acuse no ya de matar -figuradamente- a Montesquieu, sino hasta de pintarrajearle la lápida y robarle las flores que adornan su tumba. O sea: que promueven el fin de la separación de poderes, y lo hacen sin rubor ni disimulo. Y eso los retrata como los grandes demócratas que son. No cabe duda de que, si vivieran Chávez y Castro, les aplaudirían con fervor y alabarían tamaña gesta.