Hay profesiones que exigen riesgos; otras, también esa pizca de sabiduría y técnica que te convierten en un fuera de serie en lo tuyo. A Fernando , el fontanero de Arroyo de la Luz que el otro día estuvo en mi casa, se la descubrí al poco tiempo de ponerse en acción. Buscaba localizar un atasco escondido en una tubería hasta que dio con él, no sin esfuerzo y un rato largo de trabajo. Sus explicaciones antes, durante y después de resolver el estropicio para que el agua no terminara de convertirse en mi enemigo fueron propias de un master en fontanería doméstica que, cuidado, no es fácil de impartir si no se tienen años de experiencia. Hasta treinta le contemplaban en su oficio de toda la vida.

Fernando ha visto de todo en los conductos, incluso, objetos inimaginables que ni él mismo se explicaba cómo habían podido llegar hasta allí. Con esa demostración de destreza y conocimientos que pudieran parecer vacuos si no se está un aprieto, aprendí la importancia de tener cerca a profesionales de cada cosa en la vida.

¿O acaso no sería una temeridad conducir un camión cargado de coches si antes no has tenido horas de entreno y carretera? ¿Y qué decirles del personal de los hospitales cualquiera que sea su función?

Aunque lo expuesto pueda resultar una obviedad, esta sociedad reclama el esfuerzo de los profesionales para lograr el trabajo mejor hecho. Pienso ahora en los profesores de la universidad que han vuelto a las aulas hace unos días y miran el calendario que tienen por delante. Más que días, les esperan esos alumnos que, hijos de su tiempo, pueden aprender de ellos cómo ganarse la vida mañana.

Y no mirar más allá del momento presente, pienso, es una forma de perder el tiempo en el ahora que ya no existe. Por eso el otro día, escuchando al fontanero Fernando y sus mil experiencias, le imaginé dando clases de lo suyo a futuros aprendices. Quizá así aprenderíamos que en este mundo todos somos igual o tan necesarios como cualquiera que se busca la vida para currar.