El lenguaje político se ha banalizado, su significación radical se ha diluido bajo la pátina de lo políticamente correcto y, en consecuencia, ya casi ninguno de los términos que manejamos dice lo que quería decir.

Hasta finales del siglo XX era considerado progreso el fin del apartheid logrado por Mandela, el salto hacia adelante en derechos civiles que Luther King pagó con su vida, la desaparición del analfabetismo y la pobreza extrema en muchas zonas del mundo (incluida España), los acuerdos internacionales que parecían poner fin a las grandes guerras y colocar luz al final del túnel o, en fin, la posibilidad de que las personas se pudieran mover con libertad entre países y continentes sin excesivos controles y gozando de plena seguridad.

¿Les suena que se hayan conseguido avances parecidos, no digo ya idénticos a estos, durante los últimos cincuenta años? ¿No les parece más bien que cada vez es más difícil moverse con seguridad entre territorios, que los acuerdos internacionales están saltando por los aires y que muchos de los grandes logros alcanzados por los héroes sociales del siglo XX están siendo impugnados y en algunos casos revertidos? Sin embargo, seguimos hablando de progreso. ¿De qué progreso hablamos?

Ahora el progreso es poder comprar electrodomésticos que nos ofrezcan más y mejores prestaciones, aunque su obsolescencia programada nos obligue a adquirir cuatro en el mismo tiempo que nuestros padres compraban dos. Hablamos de que es progreso crecer económicamente hasta el infinito y más allá (incluso más allá de las hipotecas basura), aunque ese crecimiento siga profundizando en la pobreza de los pobres y en la riqueza de los ricos. Parece que nos conformamos con la idea de progresar como aquella que significa fagocitar música y audiovisuales a precios bajos (cuando no gratis total) sin saber muy bien de qué comen quienes crean contenidos.

Podría poner decenas de ejemplos de las dos formas de progreso, el progreso clásico, con mayúsculas, y el «progreso» contemporáneo. Quizá por eso casi todos los partidos del mundo que ofrecen progreso han ido descendiendo en legitimidad popular imparablemente durante las últimas tres décadas, porque ese «progreso» no es lo que la sociedad necesita ni espera. Quizá por eso la mayoría de sociedades occidentales se enfrentan a rupturas de sus sistemas políticos, revueltas sociales y una inestabilidad estructural de difícil recomposición en el actual estado de cosas.

No dejamos de hablar de progreso bajo la misma óptica que hablaban las generaciones precedentes, mientras los hechos demuestran que el progreso real se terminó hace muchos años y que, en todo caso, vamos en dirección contraria a lo que era el progreso. El concepto ha perdido peso político, ya apenas significa nada, la gente no se lo cree y vota en consecuencia.

¿Qué ha ocurrido? Que el neoliberalismo, como última representación monstruosa —y en ocasiones criminal— del capitalismo también se ha adueñado de la idea de progreso. El progreso es ya solo progreso económico y tecnológico. Producir más, consumir más, gastar más, crecer más. Esta mutación conceptual ha devenido en mutación ética, y la ciudadanía ya no está segura si es de derechas o de izquierdas, pero sí de que quiere más dinero en el bolsillo.

La política progresista no comenzará a remontar el vuelo hasta que no se convenza de que tiene que dar la batalla al neoliberalismo en campo abierto. Y ese campo no es otro que el de la ética. La destrucción de la izquierda en todo el mundo ha pasado por la desaparición fáctica de la ética que la sustentaba, y no es posible construir un edificio sin cimientos.

El progreso es progreso ético. ¿De verdad alguien piensa que logros sociales como los que hay tras las vidas de Rosa Parks, Nelson Mandela, Luther King o Simone de Beauvoir no pasaron por una evolución ética? ¿Alguien cree que pueden darse pasos en la dirección correcta sin una ética individual sólida y fundamentada? ¿Alguien aspira a que sin la suma de esas éticas individuales férreas se podrá construir una ética colectiva progresista? Si la izquierda no despierta de una vez por todas, la descomposición social del mundo contemporáneo se podría acelerar más de lo que creemos y el siglo XXI podría ser un infierno.