Ciudadanos y Podemos, dos partidos con poca sintonía entre sí, están uniendo fuerzas para alcanzar una reforma de la ley electoral que les proporcione mayor representación parlamentaria. En puridad, se trata de un punto pactado en su día entre Cs y PP para la investidura de Rajoy, pero que no seduce a los partidos mayoritarios. Las formaciones proclives al cambio aducen que nuestro régimen electoral quiebra el principio de proporcionalidad del voto y perjudica a los partidos minoritarios. La reforma se vende como una medida de regeneración política y calidad democrática encaminada a obtener una representación más justa de los partidos políticos.

El régimen electoral español se basa en la conocida ley D’Hont, que premia a las candidaturas más votadas. Este sistema, seguido en un gran número de países europeos, favorece el bipartidismo. Sus defensores arguyen que todos los contendientes tienen las mismas oportunidades. Solamente se exige ser el más votado. Y este factor lo decide el ciudadano.

En la Transición se optó por esta regla para garantizar gobiernos fuertes en la aún joven democracia española. Se pretendía huir del modelo italiano, donde los gobiernos caen con excesiva frecuencia a consecuencia del multipartidismo. Desde este punto de vista, tenemos que reconocer que nuestro sistema electoral ha favorecido la estabilidad política. En cambio, los periodos de gobiernos minoritarios han resultado totalmente negativos para el conjunto del país. Se han producido desajustes democráticos y, al final, el Estado ha tenido que hacer concesiones de todo punto injustificadas, cuyos efectos los estamos viviendo ahora en Cataluña con el brote secesionista y en el País Vasco con un cupo fiscal insolidario.

Los partidos que reclaman un sistema proporcional pretenden que todos los ciudadanos tengan igual poder de decisión. Desde una óptica meramente teórica la proporcionalidad parece más justa. Pero en la práctica no es así. Hay que tener en cuenta que las regiones menos desarrolladas también suelen ser las menos pobladas, con lo cual sus necesidades tendrían pocos valedores en el parlamento.

La única forma de que todos los votos tuvieran el mismo valor sería con una circunscripción única en todo el Estado. Pero, aun así, tampoco se alcanzaría esa pretendida justicia en la representación, ya que los que en definitiva designan a los candidatos son los partidos políticos, de modo que las grandes concentraciones urbanas, que suman más afiliados, colocarían más candidatos en las listas.

Puede que el sistema que tenemos no sea del todo justo, pero el que se pretende implantar tampoco sería necesariamente mejor. Nuestro régimen electoral es más complejo de lo que se piensa. Además de la citada regla D’Hont, contiene otros factores que corrigen la proporcionalidad del voto: la asignación de un número mínimo de escaños a cada provincia. Con estos elementos se pretende primar el poder de representación de los territorios menos poblados.

El problema electoral no reside solo en optar por un sistema proporcional o mayoritario. Una ley electoral debe ser ante todo democrática. Pero la democracia no descansa solo en alcanzar una proporcionalidad en los votos. La verdadera democracia debe buscar la justicia social. Y si queremos una auténtica representación de los ciudadanos, es necesario discriminar positivamente a algunos territorios confiriéndoles mayor poder de decisión. En suma, no solo es cuestión de proporciones o mayorías de votos, sino también de no olvidar que la política tiene como fin último organizar la sociedad para alcanzar el progreso y el bienestar de todos los ciudadanos.