Et imaginario colectivo se asienta muy rápidamente en valores sobreentendidos que nadie se molesta en tamizar. De un tiempo a esta parte, la juventud, como estadio, se considera un valor en sí mismo, sin otras exigencias. La edad se ha convertido en un hándicap en contradicción con los avances médicos que permiten una prolongación de la vida activa. La promoción indiscriminada de los jóvenes es una manera encubierta de abaratar costes en las empresas y se presenta como una progresión de oportunidades. Se aparca la experiencia porque la calidad no es un requisito exigido. En esta sociedad vertiginosa es mucho más importante la apariencia que el contenido. Quienes lideran la sociedad prefieren, en muchas ocasiones, personas que condicionadas por su juventud son más sumisas y menos exigentes en un mundo en el que casi todo el mundo tiene miedo a perder su estatus.

Ahora, de repente, se cuestiona el nombramiento de Alberto Oliart porque tiene 81 años de edad. Se hace abstracción de su trayectoria, de su competencia, de su estado físico e intelectual. Se añade, además, que no tiene experiencia en el sector audiovisual. La impresión general es que una persona con el bagaje profesional de Alberto Oliart puede ser una amenaza en un mundo en el que ser trepador es una garantía de sumisión que además suele ser de amos sucesivos.

Ahora llega Alberto Oliart como contraposición de un estilo de vida y de trabajo en el que la ambición, si la hubo, ya está colmada. Mucha gente se siente más cómoda con el modelo Fernández de hacer las cosas en televisión que con las expectativas que se esperan de Alberto Oliart. Personalmente tengo un respeto enorme por la inteligencia y la experiencia adobada de honestidad. Tengo respeto por la edad. Los triunfadores de todas las empresas, los servidores de cualquier causa, cada vez me producen más pereza. Esos brillantes jóvenes ejecutivos agresivos.