La Navidad finaliza cuando los Reyes Magos se marchan por los arenales después de visitar un pesebre de Belén y dejar incienso, oro y mirra a los pies del regordete niño Jesús --rollizo y muy saludable se le representa en todos los nacimientos, y no entiendo yo por qué, habiendo nacido en tan precarias condiciones--; y juguetes al resto de los niños --más o menos cantidad y calidad, según el tamaño de las billeteras de sus papás--.

El globo consumista navideño se desinfla, y empezamos a hacer cuentas para comprobar con exactitud qué hemos gastado y qué deberíamos haber gastado, de manera que en el desabrido mes de enero no se nos vengan encima las rebajas sin saber a qué atenernos. Y ya, de paso, nos metemos a pedir al genio lamparero del año nuevo que nos ilumine el camino del futuro y no nos angoste las veredas de la prosperidad. Supongo que todos abriremos nuestros sacos de deseos, más o menos llenos, más o menos pesados, conforme a la necesidad o ambición de cada uno. El parado deseará encontrar trabajo, el empleado aumentar su sueldo y el acaudalado acumular más bienes. Justificada o injustificadamente, todos queremos más, humanos somos, es nuestro carácter. Pero los estadios de conformidad nos revelan que algunos viven la vida felizmente con lo puesto y otros necesitan emular al rey Midas para ser felices --o creerse felices--. De ahí la descompensación económica global; o lo que es lo mismo: la crisis mundial que tan agobiados nos tiene.

También hacemos propósitos de enmienda cada entrada de año, como dejar de fumar, hacer ejercicio diario o perder los kilos que nos sobran. Deseos y propósitos van de la mano. Deseemos pues que los ricos se propongan ser menos ricos, al menos los que se enriquecen a costa de los pobres. Utopía casi, porque los ricos recalcitrantes son exquisitamente inclementes, aunque también se perjudiquen a sí mismos provocando el estado enfermizo de todo el planeta, pero es su carácter, como el del escorpión que clavó el aguijón mortal a la rana que le transportaba en su espalda para cruzar el río, aún sabiendo que los dos se ahogarían.