Años atrás, para un adolescente de provincias las grandes ciudades surgían como aspiración. Parecían sugerir opciones que entonces no se tenían en la mano, desde alternativas de ocio a posibilidades de adquisición con las que ni soñabas contar en tu ciudad. Primero, por cercanía, Madrid. Luego, claro, se antojaban Londres, París, Nueva York. Había una doble barrera que enfriaba la posibilidad de esos viajes que eran algo más que mero transporte (incluso, que solo turismo): coste y distancia. Pero desde hace casi dos décadas, todo ese escenario ha mutado radicalmente.

La capacidad de viajar se ha multiplicado (¿Quién de entre los menores de 45 años no ha estado alguna vez en Nueva York? Los veranos «españoles» han sido prácticamente costumbre). Por un virtuoso círculo de mayor oferta y menores precios que ha permitido a una amplia mayoría acceder a opciones antes vedadas. Pero también se han incrementado notablemente las redes de distribución, espoleadas por el crecimiento del transporte y logística. En la práctica, puedes vender a cualquier parte del mundo desde cualquier sitio. Desde Cáceres, por ejemplo. Todo ha contribuido a un cambio en nuestro modelo de vida que «abre» fronteras, mentales y físicas. Y eso también es la globalización.

Cuando hablamos de globalización hacemos inmediata asociación al producto en el lineal del súper, la deslocalización de la producción, o movimientos de capitales que suenan lejanos. Por esa vía, se cuelan contagios como la crisis financiera de las «subprime» o la salida de fábricas y empleos a otros emplazamientos geográficos menos costoso. Pero, en realidad, solo es analizar una parte (negativa) de la ecuación. Tengo claro que la mala fama de la globalización arreciará en los próximos meses como una de las causantes de la llegada del virus, lo cual se aprovechará para implementar y fijar medidas de control, bajo el pretexto de la protección. Pero lo cierto es que una gran parte de la globalización somos nosotros mismos.

No puede cuestionarse la eficacia de esta pausa a lo que hemos visto sometida nuestra vida, pero el «stand by» no puede ser eterno. Especialmente, desde la perspectiva de la economía. Como cualquier tipo de disrupción social, el confinamiento y la controlada desescalada no será inocua para nuestro modelo. Máxime cuando toma la forma de un doble «shock» que ha cortado de raíz no sólo cómo vivimos sino dónde lo hacemos. Por mucho que anhelemos salir y que corren los «memes» de bares y playas abiertos por whatsapp, las restricciones de movimiento y apertura y el miedo a salir seguirán instalados en parte de la sociedad. Seguirá el incremento del consumo online y del entretenimiento casero. Pero, ¿hablamos de decisiones permanentes o temporales? Y, sobre todo, ¿qué implicaciones conllevan?

Una vez recuperadas las actividades esenciales, tanto las decisiones políticas como sociales (a través del consumo) determinarán si las medidas simplemente han pausado nuestro modelo de consumo o si lo arriesgan definitivamente. Ahora estamos movidos por la avalancha que ha supuesto la expansión del virus y las obligaciones de confinamiento a las que nos ha forzado, por eso existe un elevado riesgo de tener una visión excesivamente local y cortoplacista.

Si las restricciones de movimiento de personas se endurecen o tardan excesivamente en levantarse, no hablamos sólo de ese turismo «indeseable» del que muchos reniegan, sino de un sector completo y las empresas auxiliares al mismo. Turismo no es sólo que el español pueda viajar el Caribe, sino precisamente que se haga aquí, en España, por no nacionales. También pueden afectar gravemente a las exportaciones, que han jugado un papel relevante para las pymes españolas en la última etapa de crecimiento económico. Poner en riesgo es probar la resistencia de muchos empresas y empleos.

Porque, en definitiva, hay una espinosa cuestión que debemos abordar: no existirá «riesgo cero» durante un período prolongado, y, además, difícil de calcular hoy. No se puede pausar la economía con ese objetivo. Un exceso de celo en el cierre puede ser una solución catastrófica, solo porque otorga una falsa y peligrosa sensación de seguridad.

Lo que nos pone enfrente de una cuestión, social y no individual, ¿«calidad o cantidad» de vida? Me temo que únicamente en el (complicado) equilibrio encontraremos la respuesta.

*Abogado. Especialista en finanzas.