Las pruebas de ADN certifican casi sin margen de error la vinculación de un varón con el asesinato de Sonia Carabantes, perpetrado en agosto en Coín, y el de Rocío Wanninkhof, cometido hace casi cuatro años en la vecina Mijas. Esa es por ahora la única certeza. No se conoce la identidad del hombre, ni qué implicación tuvo, si la hubo, en ambos crímenes. Pero dejó restos de piel y de sangre en las uñas de Sonia y tiró una colilla junto al cuerpo de Rocío. Y eso realza la endeblez de la condena de Dolores Vázquez por el asesinato de Wanninkhof dictada por un jurado popular y deja en el aire la repetición de aquel juicio, ordenada por el Supremo por la inconsistencia del fallo. Está por ver, sin embargo, si las pesquisas podrán avanzar más, porque en España no está regulada la investigación criminal en la era de la genética y no existe un registro de ADN de delincuentes, archivo que reclaman los forenses, al menos para los violadores. La huella genética es una herramienta infalible porque no hay dos iguales. En EEUU sirve para revocar injusticias judiciales, y en Gran Bretaña se toman muestras de ADN de los procesados e imputados. El riesgo de extralimitaciones es obvio, pero no tiene por qué incurrirse en él. Hay que afrontar el tema.