Jill Tarter ha dedicado su vida a una tarea envidiable: perder el tiempo propio y el dinero ajeno. Puede que esté siendo injusto con una mujer que es, dicen, una "brillante astrofísica", pero me cuesta conceder honorabilidad a quien articula sus discursos con el tiempo condicional: "Podríamos no estar solos en el universo", "podríamos doblar el espacio para hacer que dos puntos muy alejados se tocaran entre sí y de esa manera viajar al pasado", "podríamos escuchar señales de estrellas próximas a la Tierra, aunque estas fueran débiles". Y ninguna oración condicional es tan sublime --y vanidosa-- como esta: "Yo podría cambiar el futuro de la humanidad".

El mundo según Tarter ... Unos nacen estrellas y otros, estrellados; y así, mientras yo me afano en pergeñar estas modestas líneas, la astrofísica americana está inmersa en causas más elevadas: buscar señales de civilizaciones extraterrestres gracias a ese pozo sin fondo que es el SETI (siglas en inglés del Instituto de Búsqueda de Vida Invisible). ¿No es desalentador saber que mientras el ciudadano medio ha de limitarse a buscar un empleo, un piso de alquiler o su media naranja, Tarter busca extraterrestres? El hecho de que no haya encontrado ninguno en décadas, pese a los millones de dólares invertidos, no debería desanimarnos: Tarter siempre tendrá una metáfora sobre peces y océanos con la que estimular nuestra credulidad.

Admiro a esta mujer que habla sin pudor de la "psicología extraterrestre", de la que, ella misma asegura, "nadie sabe nada". Mezclar las palabras psicología y extraterrestre es sin duda un hallazgo lingüístico previo al contexto, algo así como hablar de fotosíntesis en un mundo sin luz y sin plantas.

Barrunto que Tarter nunca podrá apadrinar un extraterrestre, pero, como decía Kavafis , lo importante no es el destino sino el viaje. Sobre todo si lo costean algunos incautos.