TStiento un gran respeto por la publicidad. Existen carteles y páginas que me incitan a la sonrisa, y spots televisivos y cuñas radiofónicas que me asombran por su grado de creatividad. Ignoro si esta publicidad es o no es rentable, pero desde luego consigue llamar la atención. Eso sí, algunos anuncios, como los de determinados automóviles, son tan sofisticados que no los entiendo. Para mí están entre el misterio de la Santísima Trinidad y la factura de algunos restaurantes, o sea, en el terreno de lo incomprensible, pero, en general, la publicidad es un segmento repleto de buenos profesionales.

Sin embargo, parece que no se ha logrado influir en los conductores de automóviles. La Dirección General de Tráfico ha promovido campañas agresivas hasta el espanto, corteses hasta la blandura y entreveradas o mediopensionistas, pero sin lograr un descenso correspondiente a la inversión. Quiero decir que si hubiéramos invertido las decenas de millones de euros gastados en los últimos años por Tráfico en la promoción del estudio del violín creo que a estas alturas tendríamos una cantera de maestros de la cuerda incomparable, y seríamos la cantera de los futuros concertinos de las orquestas sinfónicas de medio mundo.

El consumidor de conducción, por emplear un término de la jerga publicitaria, parece inmune al ascendente que en cualquier otra circunstancia posee el peligro. Le da igual que le adviertan de que puede pasar de sano a tetrapléjico o de vivo a muerto en un segundo. La fortuna en euros que cuestan las campañas, pagadas por todos, por los que conducen y por los que no, parecen un derroche. Un director de Coca Cola dijo que ya sabía que el cincuenta por ciento de la publicidad era dinero tirado, pero no sabía qué cincuenta por ciento. En este caso, no sabemos qué cincuenta por ciento del cerebro de los conductores permanece inexpugnable ante las advertencias. www.luisdelval.com

*Periodista