Caigo en la cuenta de que en algunos de los documentales y series que he visto este año el pueblo es un factor determinante. Ese pueblo que, sin argumentos pero con mucha fe, abraza los proyectos de líderes de medio pelo que consiguen convencer a los demás de que su causa particular es la causa de todos.

Aun narrando una historia diferente, todos estos proyectos narran la misma historia, la de que aquellos elegidos que, de la noche a la mañana, son abrazados, besados, jaleados, vitoreados y exaltados por la ciudadanía. En El pionero, Jesús Gil prometía una Marbella de primera división y un Atlético de Madrid de Champions, y al final Marbella fue intervenida por el Estado y el Atlético bajó a segunda. En La desaparición de Madeleine McCann, unos padres convierten el dolor en protagonismo y en recaudaciones millonarias, y son canonizados o enviados a la hoguera según sople el viento. En la serie Narcos, Pablo Escobar, narcotraficante y terrorista, es para muchos una suerte de Robin Hood.

No importa que Jesús Gil ya hubiera sido encarcelado por la muerte de 58 personas tras el desplome de un restaurante de su propiedad en Los Ángeles de San Rafael. No importa que Pablo Escobar fuera responsable del asesinato de miles de personas. No importa que Fernando García, padre de una de las niñas de Alcásser, creara una fundación para «seguir investigando» (es decir, alimentando la paranoia social) y que esos fondos fueran a su bolsillo.

El pueblo es así: se entrega a lo loco para que otros, más listos, se aprovechen. Y en plena ola de populismo, ¿quién se atreve a condenar al Escobar que lucha contra la oligarquía, al padre coraje que solo quiere saber la verdad o al empresario populista que tanto ama al pueblo?

Solo la realidad acabará poniendo a cada cual en su sitio. Mientras tanto, la masa, ingenua y visceral, seguirá bailando al ritmo que le marcan unos pocos.