Tuve la suerte de pasar los últimos días de 2018 en Puerto Rico, un país del que hace años sólo conocía su condición de pérdida, porque así nos explicaron el temido desastre de 1898, el bache identitario en que se hundió una España condenada a la decadencia. Cuba, Puerto Rico y Filipinas. Las últimas colonias. Se perdieron. Murió el Imperio en el que nunca se ponía el sol. Donde quedaran sus territorios, la responsabilidad histórica de la metrópolis, las vicisitudes políticas y económicas de las hijas que engendró la infame madre patria poco importaría ya, hasta que una pisa concienzudamente uno de esos patios filiales y siente una necesidad de responder a caballo entre la diacrónica ingenuidad y la conciencia crítica.

Circular por Puerto Rico es una experiencia fantasmagórica para una española inmigrante en Estados Unidos. Una inventa correspondencias con lo conocido e intenta dilucidar la amalgama de elementos que cree nacionales. Por sus carreteras parcheadas pasan vehículos mastodónticos que se detienen en centros comerciales, Burger Kings, supermercados y ciudades esparcidas entre montañas y recovecos del paisaje; en el viejo San Juan, la percepción de habitar un núcleo familiar apenas la omiten el ajetreo turístico y las tonalidades de las fachadas. A propósito, comento: «esto es mi pueblo pero con colores», mientras paseo por sus callejas empedradas. En la autovía, conviven señales que indican las distancias en kilómetros y millas, sus gentes saben medir la temperatura en fahrenheit y celsius, el inglés se adapta a un español que es preponderante y resistente, único. En Puerto Rico parecen aunarse los rasgos de un exilio en toda regla; no obstante, si para mí la confluencia de mundos se debe al desplazamiento físico sobre el mapa, a mi vida gringa en continuo choque con la memoria del origen, en la isla los mundos fluctúan simultáneos. Una fiesta en Bayamón me da la clave: entre copas, varios amigos no paran de vituperar la constante falta de autonomía política. La ciudadanía estadounidense, concedida en 1917, no hace sino acentuar la extranjería, como dijera el escritor Eduardo Lalo. Dicha extranjería es el síntoma de una colonización perpetua que comenzó en 1493 -la fecha la enuncia, orgulloso, el taxista que me recoge del aeropuerto- y llega hasta nuestros días.

La historia reciente de Puerto Rico, oficialmente un Estado Libre Asociado, atado y bien atado al congreso estadounidense, sin derecho al voto y controlado por una Junta Fiscal que traduzco como Troika caribeña y exige el pago de la deuda pública a cambio de recortes presupuestarios sobre servicios esenciales -entre los que se encuentra el acceso a la universidad y las pensiones-, está ligada íntimamente no sólo al pasado imperialista español, sino también al desconocimiento y la arrogancia con que a menudo nos referimos a América Latina, esa tierra civilizada gracias a la acción opresora que aún perdura en la lengua y en la cultura. Desde la conceptualización generalizada de otros países hispanohablantes como «sudamericanos», hasta la incapacidad casi congénita de reconocer en las distintas repúblicas latinoamericanas una soberanía desligada de la llamada matriz peninsular, se tiende a trazar puentes de cariz subyugante como una forma de resucitar el viejo sol omnipresente, satisfaciendo vetustos egos e invocando anacrónicos relatos que presuponen una hegemonía inasible, soñada hasta hoy. Sin embargo, en el caso de Puerto Rico, el espectro de la hispanidad colisiona con Estados Unidos provocando la confusión más dañina, aderezada con ignorancia. Cuando, con motivo del VII Congreso Internacional de la Lengua Española en 2016, el rey Felipe VI y el director del Instituto Cervantes Víctor García de la Concha enfatizaron el carácter estadounidense de la nación boricua, maravillados ante una supuesta vinculación sempiterna con España, pocos pudieron ver la agresión contenida en tales afirmaciones. De una violencia a otro nivel pero igual de lacerante fue la gestión de la catástrofe que aterrizó en septiembre de 2017 en forma de huracán María, cuyos muertos pasaron de contabilizarse por decenas en las primeras semanas a elevarse a 4.645 según un estudio de Harvard. Parece mentira, pero hay algo cadavérico también en nuestra inopia, en el desastre conquistador y en la pérdida dominadora de cada día que, como el pan, no faltan en una mesa de Nochevieja.