Esta semana, como todas, hay varios temas de actualidad y de interés sobre los que poder escribir. No suelo gustar de las misceláneas aún reconociendo que algunas resultan deliciosas en la pluma de magníficos columnistas. Dicho lo cual me atrevo a perpetrar el crimen de mezclar sin otro criterio que precisamente el de la actualidad.

Estos últimos días has sucedido hechos de cierta gravedad para España. Unos más y otros menos, por supuesto. Lo del caudillo errante del separatismo catalán es, entre lo grave, lo más grave. No solo por su repercusión en el envalentonamiento de los enemigos de España, sino por la decepción que causa entre los amigos de la Unión Europea. Ambos consecuencias son previsibles. Ahora me interesa recalcar la segunda. Europa, con independencia de ordenamientos e interpretaciones jurídicas, y se lo dice un abogado, ha demostrado de forma palmaria que no es un espacio común de libertades y derechos. Alíñese luego como se quiera, pero por muchos leguleyos que la disfracen, la verdad es que Europa se ha desentendido de perseguir a quienes atentan contra la soberanía de España.

Grave también es lo de los presupuestos del Estado. Lo ha escrito con criterio exacto Antonio García Salas hará unos días en estas mismas páginas. Ahora quienes ponen sus intereses de partido, de banda, al fin y al cabo, por encima de los supremos intereses de España son los diputados socialistas. Incluidos los extremeños, que prefieren votar no a los presupuestos, a sabiendas de que el Estado queda en manos de los separatistas vascos. ¿Acaso esos diputados extremeños son tan esclavos de su partido que no pueden ni siquiera osar a opinar en defensa del bien común, incluido, y muy especialmente, el extremeño? Menos manifestaciones zarzueleras en Madrid y más de lo que hay que tener.

Menos grave es lo de Eduardo Moga y la Editora Regional. Menos grave ante la suma gravedad de todo lo anterior, claro está. Pero que un alto cargo de la Junta de Extremadura, venido de fuera, se supone que elegido en un concurso de méritos o algo parecido, dimita escandalizado y hastiado ante los problemas que le ha puesto esa misma administración, burocrática y torpe, es, en sí mismo, gravísimo. Al menos este señor puede dimitir porque es funcionario en otro lugar. El resto calla y traga. Eso es lo que sucede en la administración extremeña.

Finalmente lo de Cristina Cifuentes. Lo del máster en sí no deja de ser una trapacería académica. Otro episodio de la picaresca nacional. Pero en este caso las derivadas son brutales.

La primera, la más evidente y también la más sangrante, la degradación de nuestra Universidad. La Universidad española hace muchos años que dejó de ser un lugar reservado a la excelencia. La Universidad precisa de su propia poética. Pero ha abierto sus puertas a los menos dotados, a los menos capaces y ha quedado en lo que es, un lugar prosaico. Lo que no sabíamos hasta hoy, al menos con todo este detalle, es la facilidad con que se regalan titulaciones, el descaro con que se urden mentiras y la bellaquería con que se falsifican documentos.

La segunda, la pobrísima formación de la casta gobernante. Al poder hay que llegar con el máster hecho, no al revés. Hubo un tiempo en que para ser ministro había que ser antes catedrático, número uno en las más severas oposiciones y, por supuesto, tener cuarenta libros publicados. Luego vino Suárez, y con él el gobierno de los profesores no numerarios. Luego González y llegaron los roldanes, y con Zapatero los bibianos. Así hasta hoy.

Y tercera, el propio Partido Popular. El asunto está claro y es sencillo de resolver, al menos, solo hay una solución digna. Si esta señora no dimite hay que «dimitirla». Lo demás es marear la perdiz, y, lo que es peor, ofender a la inteligencia y poner en riesgo el buen gobierno para los madrileños.